Con una grilla sensiblemente más delgada que en años anteriores y estrenando su nueva sede en el Multiplex de la calle Vuelta de Obligado, en el barrio de Belgrano, la 21° edición del Bafici arrancó ayer su Competencia Argentina mostrando de entrada dos de los posibles extremos que conviven dentro de su corpus. Si algo permiten aventurar los estrenos de Método Livingston y Familia, segundos trabajos de la directora Sofía Mora y del actor y cineasta Edgardo Castro, es que la heterogeneidad promete ser una de las marcas de identidad de la sección. La presencia de Castro –cuya ópera prima La noche le valió acá mismo pero en 2016 el Premio Especial del Jurado de la Competencia Internacional— también pone en evidencia la fidelidad del festival con algunos nombres, a los que con justicia ya se puede considerar como clásicos de Bafici, categoría a la que también pertenecen Raúl Perrone, José Campusano o Santiago Loza. Todos ellos mostrarán sus últimos trabajos en esta Competencia Argentina.
Tomando como eje central la figura del arquitecto argentino Rodolfo Livingston, la película de Mora no se aparta del modelo clásico del documental de retrato, en el que el protagonista goza del atributo de la omnipresencia. La directora acompaña a este arquitecto prestigioso pero no siempre debidamente reconocido (sobre todo por sus pares), en diferentes actividades. Desde el universo cotidiano de una caminata por el barrio o la visita a algún amigo, hasta diversas charlas y homenajes que el protagonista da y recibe, ya sea en la UBA, el Consejo Deliberante o en un bar en alguna esquina, que es donde suelen estar los bares en Buenos Aires.
El relato que Mora va hilvanando muestra algunas virtudes destacables. En primer lugar la poderosa progresión narrativa, que comienza con Livingston en su casa, descargando acá o allá algunos conceptos interesantes, pero en un contexto cinematográficamente convencional. A medida que el documental avanza esas convenciones permanecen, pero la potencia del protagonista se va adueñando de la escena. Como un cuerpo cósmico de masa fabulosa, la figura de Livingston comienza a concentrar sobre sí todas las fuerzas que traccionan dentro de la película, agigantándose a medida que avanza. Seductor, inteligente y encantadoramente egocéntrico, el arquitecto comienza a mostrar los atributos que lo distinguen, permitiendo que el relato empiece a ganar músculo.
Un paso más allá de eso se encuentra el estupendo material de archivo, perteneciente a la colección del propio protagonista. Un informe realizado para La Noticia Rebelde o una aparición espontánea en un móvil de CrónicaTV el día de la muerte de Fidel Castro, cuando la movilera lo entrevista sin tener ni idea de quién es y se sorprende ante la elocuencia del entrevistado, forman parte de un caudal de material que le proporciona mucha sustancia al montaje. El punto más alto de ese archivo, y por qué no de la película entera, es una aparición del arquitecto en el programa Tiempo Nuevo, que Bernardo Neustadt condujo hasta mediados de los 90.
Invitado para hablar de la mala educación de los argentinos el mismo día en que el periodista entrevistaría al entonces presidente Carlos Menem, Livingston compara los carteles que los bares comenzaron a poner en sus baños por aquella época, limitando su uso solo para clientes, con el modelo neoliberal que por entonces también pretendía hacer de la Argentina “un país solo para clientes”. Ante la mirada severa de Neustadt, Livingston le dice a su anfitrión que en ese modelo hay una violencia que también se alimenta de programas como el suyo, que se encargan de retransmitirla. Un momento de esos que no se sabe bien por qué han pasado desapercibidos para tantos programas de archivos televisivos. Una escena que lejos de haber perdido actualidad, sirve para ilustrar el actual concubinato entre los grandes medios, sus periodistas estrella y un modelo político todavía más violento que aquel neoliberalismo menemista que hoy se reconoce en el espejo del presente.
El caso de Familia es extraño. La segunda película de Castro es tan distinta de su antecesora, la impactante y emotiva La noche, que a priori cuesta despegarse de las duraderas impresiones causadas por aquella para sumergirse libremente en la nueva propuesta. Porque más allá de la presencia de Castro tanto delante como detrás de cámara, en ambas oportunidades a cargo tanto de la dirección como de los roles protagónicos, casi nada de la sorpresa que provocó con su conmovedora ópera prima sobrevive en Familia.
Es cierto que Castro vuelve a utilizar tiempos largos, marcando el ritmo del relato a partir de planos extensos y prolongados planos secuencia, a través de los que alimenta una permanente sensación de que hay algo a punto de desencadenarse en el seno de una familia, durante los días previos a la celebración de la Navidad. Luego de ver La noche, donde los hechos fluyen a borbotones sin temor de impactar en el espectador, era fácil imaginar que esa cena navideña pudiera estar emparentada con aquella otra que tiene lugar en La celebración (1998), de Tomas Vinterberg. Pero la decisión de apartarse de su propia fórmula da cuenta del coraje de Castro para abrirse a nuevas búsquedas estéticas. Sin embargo es difícil rescatar algo en particular dentro de una película en la que el narrador más que tomar la decisión de contar, parece abandonarse a la de permitir que el tiempo simplemente pase por delante de la cámara, sin preocuparse demasiado por qué es lo que ocurre mientras tanto. Una continuidad de escenas familiares en las cuales el hecho más destacado parece ser el vacío de lo cotidiano y la distancia maquinal de los sentimientos puestos en piloto automático.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáciulos de Página/12.
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