Como una profecía autocumplida, el primer día de la 21° edición de Bafici tuvo en cantidad lo que muchos esperan de un festival de cine como este, que desde hace más de dos décadas enfoca su programación en las usinas de la producción independiente. Historias con aristas meta- cinematográficas, ironía de alto octanaje intelectual, crítica social en modo hipster y certeros toques de humor. Comedias a veces refinadas hasta la afectación y otras veces con una gracia que se permite estar más atenta a los universos retorcidamente emotivos de jóvenes abrumados por la realidad. Todo eso (y más) es lo que ofrecieron las primeras dos películas de un total de quince que este año integran la Competencia Internacional, que fueron presentadas ayer en las salas del complejo Multiplex Belgrano, la nueva sede del festival. Dos películas que en apariencia no podrían ser más distintas, pero que sin embargo comparten una trama crítica que las reúne de un modo inesperado.
Buen ejemplo de película que trabaja sobre el modelo de cine dentro del cine, Spice It Up es una comedia narrada en dos niveles. Una película de dos pisos. Dirigida por el equipo que integran los canadienses Lev Lewis, Yonah Lewis y Calvin Thomas, cuenta la historia de Jennifer, una estudiante de cine que se encuentra en la etapa final del montaje de su propia película de tesis, un proceso que la expone a los efectos de la mirada constante de los otros. Parte del trabajo que la pobre Jennifer debe llevar adelante consiste en mantener reuniones con sus profesores y tutores de tesis, quienes tienen una mirada muy poco feliz respecto de la labor que ella está llevando adelante.
De algún modo Spice It Up funciona como una puesta en ridículo de ciertos códigos de las instituciones académicas, diseñando a los profesores de esta abnegada aspirante a cineasta como seres pedantes y ególatras, que teniendo de su lado las herramientas del discurso, fallan justo en el ítem en el que su alumna los necesita: la empatía. No es casual que la puja de estas fuerzas desparejas oponga de un lado a un grupo de hombres condescendientes, autorreferenciales y paternalistas, y del otro a una mujer sola, creativa e hipersensible que es permanente objeto de juicio. ¿Alguien mencionó el neologismo mansplaining? Puede ser. Cualquier parecido con escenas habituales en el mundo real no es pura coincidencia.
Pero la película de Lewis, Lewis & Thomas integra al relato las escenas del trabajo que Jennifer está tratando de terminar y que también lleva por título Spice It Up, frase que el catálogo del festival traduce como “ponele pimienta”, aunque quizá “ponele onda” sea un poco más preciso. Ponerle un poco de onda es lo que todos piensan que Jennifer debería hacer con su película, pero además es lo que literalmente tratan de hacer las siete adolescentes que la protagonizan. Se trata de un grupo de amigas inseparables que acaban de reprobar al unísono la última materia del secundario y lo viven como si se tratara de un fracaso que las acaba de dejar sin opciones en la vida. Ante la pregunta compartida respecto del futuro, las siete deciden que enrolarse en el ejército de Canadá es la mejor oportunidad que tienen. Un retrato tierno y naïve de la adolescencia que el espectador sensible podrá notar enseguida, pero que los vanidosos académicos son incapaces de reconocer.
La película no se conforma con aplicar sus altas dosis de sarcasmo al ámbito de la educación universitaria, sino que amplía su radio crítico al conjunto de las instituciones públicas. De ese modo el ejército canadiense también es presentado como un rejunte de gente sin demasiado brillo, el agujero donde van a dar los que se quedaron sin una mejor alternativa. En este juego de ir y volver entre las dos capas de ficción, Spice It Up permite conocer de Jennifer mucho más de lo que la película misma cuenta de ella, como si sus siete protagonistas fueran en realidad una versión fragmentada de la propia protagonista.
Pero este modelo de cine tipo matrioska no es el único guiño meta- cinematográfico que incluye Spice It Up. En un momento de la película las chicas van a la casa de un fotógrafo para hacerse los retratos que necesitan para sus solicitudes de ingreso al ejército, un tipo simpático pero que termina aprovechándose de algunas de ellas para sacarles algunas fotos en bombacha y corpiño. Una escena tan graciosa como incómoda, en tanto le pone cuerpo a los mecanismos de cierto tipo de abuso que hasta hace muy poco era considerado una picardía inocua que merecía ser celebrada. El personaje del fotógrafo es representado con gracia por el actor y cineasta canadiense Matt Johnson, director de dos películas notables como The Dirties (2013) y Operación Avalancha (2016), donde la comedia es el canal elegido para profundizar en cuestiones nada humorísticas. Su sola aparición es también una referencia que ayuda a definir qué tipo de película y de comedia quiere ser (y es) Spice It Up.
Presentada este año en la sección Forum de la última edición de la Berlinale, Music and Apocalypse retrata a un conjunto de académicos que enseñan e investigan en el ámbito de una universidad tecnológica de Berlín y los problemas que deben enfrentar en su tarea cotidiana. Dificultades que por un lado tienen que ver con su propia labor investigadora, pero también con la matriz financiera que les permite sostenerlas. Dirigida por el alemán Max Linz, Music and Apocalypse ofrece un reflejo de la realidad pero a través de un espejo deformante, tomando como punto de partida una institución educativa construida desde el ridículo, pero a través de la cual se permite darle relevancia a cuestiones que no los son para nada.
Parece una buena decisión haber programado Music and Apocalypse y Spice It Up justo el mismo día. Ambas coinciden en una mirada cómica pero descarnada de los ecosistemas académicos y de la fauna que en ellos habita. Igual que la película canadiense, aquí también hay personajes de calculada pose intelectual que sobreactúan un discurso pretencioso para disfrazar lo que a veces no es más que un enorme hueco relleno de nada. Ambas comparten también formas poco tradicionales para abordar el objeto de sus críticas. Aunque en el caso de Linz las cosas son llevadas mucho más al extremo, prescindiendo de toda intención realista, naturalista o mínimamente verosímil, a partir de la caricaturización del carácter eficiente y distante con el que se suele identificar a la cultura alemana.
Integrando recursos del musical, el cine de intrigas y las comedias de enredos, reduciendo a cada uno de estos géneros por el absurdo, Music and Apocalypse presenta un objeto cinematográfico tan refinado como difícil de aprehender. Comparable al cine de Wes Anderson a partir de su propuesta escénica, la artificialidad del relato y el deadpan de las actuaciones, este segundo trabajo de Linz resultará atractivo para quienes sepan aceptar el desafío que implica esta sátira extravagante y audaz, pero que también se engolosina con su propio tono canchero. Ese pecado de vanidad puede resultar, en cambio, la puerta de salida para muchos espectadores que verán en el trabajo del alemán una pose de rebeldía antes que un gesto de subversión cinematográfica.
Artículo publicado originalmente en la revista de cultura digital La Agenda.
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