Hay un gato que se va quedando quieto entre el pasto, y a veces mira a cámara directamente: los actores no deben hacer eso. La cámara lo muestra desde diferentes ángulos, siempre ahí. Un pájaro viene a pararse detrás de él, pero a ninguno de los dos parece importarle. Hay lugar. Después los árboles, sus ramas, sus hojas en primeros planos tan cerrados que casi no se puede ver más allá, y enseguida la lluvia. Los sonidos se van superponiendo, tramando un colchón sobre el que las imágenes se derraman; pronto no hay diferencia entre ellos. Como si nadie la condujera, la cámara encuentra el río y lo sigue como a un Dios que lo abarca todo. Incluso al hombre, otro detalle del paisaje que casi puede ser visto con claridad, pero también desencajado por un fuera de foco que lo funde a las sombras verdes y grises de la ribera. Los reflejos sobre la corriente atestiguan que otra imagen del mundo es posible. No es raro que un colega cediera a la tentación de dormirse en primera fila: todo aquello bien podría ser la duplicación de un sueño.
Basada en los versos del entrerriano Juan L. Ortiz, La orilla que se abisma tiene algo del viejo cine mudo, apenas musicalizado por una orquesta en vivo que aquí es reemplazada por el sonido del viento entre los árboles, de la lluvia sobre el agua viva del río como quizá pudo haberla oído tantas veces el poeta. Tal cual haría aquel, el director Gustavo Fontán y su equipo parecen haber realizado un análisis de los recursos disponibles (y posibles) para revivir esa mirada, haciendo coincidir fondo y forma en una construcción poética levantada a partir de elementos puramente cinematográficos: la imagen, su color y su contorno, y el modo en que la luz se confunde en ellos, definiéndolos o esfumando a uno contra el otro hasta obtener un objeto nuevo, a veces sereno y otras angustiante, como producto único de esta particular observación. El film busca dialogar con la obra de Juan L., pero sin ser una pregunta ni una respuesta a sus versos, en cambio consigue traducirla sutilmente al lenguaje de la fotografía en movimiento, sin traicionar la delicada esencia del original. La orilla que se abisma no es un documental: el documental equivale al ensayo y aquí no hay otra cosa que poesía.
Tal vez ésta no sea una película para recomendar a un público masivo; desde sus principios estéticos, La orilla que se abisma se aleja deliberadamente de la masividad, proponiendo un producto que es fruto de una mirada de calculada intención poética, y ya se sabe que la poesía es el menos comercial de los géneros literarios, incluso cuando se elige imprimirla sobre celuloide con trazo amplio y luminoso. A todo esto, ¿quién fue Juanele Ortiz? Antes de arriesgar un retazo biográfico que será tan inútil para sus amantes como breve para quienes no lo conozcan, desde aquí se recomienda buscar su perfil en el volumen de su obra completa. Será un triunfo si se gana otro lector para sus versos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página 12
1 comentario:
Te felicito por la crítica. Yo vi la película y me pareció muy sensible y comprato todo lo que decís.
Pablo
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