Ian Lancaster Fleming nació en el seno de una familia de la aristocracia inglesa. Su padre fue diputado conservador, pero la muerte lo sorprendió en 1917 en el frente de la Primera Guerra Mundial. Tal vez por esa orfandad prematura su madre, Evelyn Rose, creyó conveniente que tanto él como su hermano mayor recibieran una buena educación. Así fue enviado a los mejores colegios del Reino, incluyendo el prestigioso Eaton, en cuyas aulas dijeron presente varios miembros de la familia real, escritores como Aldous Huxley o George Orwell, el economista John Keynes o el actual primer ministro británico Boris Johnson. Pero Ian nunca llegó a destacarse como alumno. Pasó por institutos militares: lo echaron por quilombero. Lo mandaron a una de las mejores escuelas en Austria, con la esperanza de que pudiera ingresar al Departamento de Relaciones Exteriores, donde luego no aprobó el examen de ingreso. Pero mientras su desempeño académico acumulaba frustraciones, Ian se destacaba en los deportes y en el arte de la seducción. Algo es algo (y algunos dirán que no es poco).
Desesperada, Evelyn apeló a sus influencias para que el hijo descarriado encontrara un lugar en el mundo que fuera digno del estatus familiar. Así fue como Ian comenzó su carrera en el periodismo, integrando la redacción de la agencia de noticias Reuters, donde fue admitido no por haber demostrado virtudes para el oficio de cagatintas, sino porque su madre presionó al jefe de la compañía. Es cierto que no duró mucho en el puesto, pero fue ahí donde aprendió a usar con eficiencia dos herramientas que le serían muy útiles en el futuro: el manejo de la información y la escritura. Sin embargo el joven Fleming aún no tenía idea de lo que el destino (sí, el destino) le tenía reservado.
Con el comienzo de la Segunda Guerra, Fleming es reclutado para trabajar como asistente de un almirante con un alto cargo en la división de inteligencia naval. Pero aunque su currículum no incluía méritos que lo calificaran para ese rol, pronto comenzó a destacarse por su habilidad para manejar la información y proponer imaginativas operaciones de inteligencia. Entre ellas se destaca la Operación Carnepicada, en la que se arrojó un cadáver en las cercanías de una base enemiga, colocando documentación de inteligencia falsa entre su ropa, con el fin de hacerle creer a las fuerzas del eje que los aliados tenían planeado desembarcar en Grecia, cuando en realidad lo hicieron en Sicilia.
Esa y otras 50 tretas destinadas a venderle pescado podrido al enemigo, fueron desarrolladas por Fleming en un documento oficial denominado convenientemente como Memorando de la Trucha. El curioso nombre tiene su explicación en la pesca con mosca, variedad deportiva en la que el pescador atrae a su presa ocultando el anzuelo dentro de un vistoso señuelo. Que todo esto resulte demasiado parecido a las películas de James Bond no es mera coincidencia.
Tras la guerra, Fleming volvió al periodismo como jefe de corresponsales en el grupo editor del diario Sunday Times. Pronto comenzó a trabajar en un viejo anhelo, que alimentaba desde sus años en el mundo de la inteligencia: escribir una novela de espías que reflejara su propia experiencia, lúdicamente magnificada. Así nació Casino Royale (1953) y con ella la figura del agente 007 con licencia para matar y una particular obsesión por los martinis agitados, no revueltos.
El éxito del personaje fue tal, que Fleming escribió otras 10 novelas con Bond como protagonista antes del estreno de la primera película, El satánico Dr. No (1962), donde el famoso espía es interpretado por el inolvidable Sean Connery. Para entonces, el presidente John Kennedy se había declarado fanático de las novelas de James Bond, llevando a las nubes su popularidad en Estados Unidos. Pero Fleming murió en 1964 y apenas llegó a ver en lo que se convertiría su creación. Le había tomado apenas 56 años encontrarse con su destino.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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