El de “pueblo chico, infierno grande” es un concepto que expresa con elocuencia una de las características de la vida en esos pueblitos de pocos habitantes, donde todo el mundo se conoce entre sí. En la mayoría de los casos el infierno al que se hace referencia es simbólico, una metáfora para expresar las incomodidades que se derivan del hecho de que lo público y lo privado se cuezan en el mismo caldo. Pero hay veces en que la cosa puede volverse literal, yendo más allá de los cuchicheos y los secretos a voces, para convertirse en un verdadero infierno desatado. Algo de eso es lo que alimenta la trama de Cazador de silencio, en el que un hombre ha visto como su mundo se derrumbaba luego de que su hija adolescente desapareciera cinco años atrás sin dejar rastros, en uno de esos poblados que en el interior de los Estados Unidos se levantan entre el campo y la montaña. Divorcio, soledad, alcoholismo y la culpa como tortura cotidiana convierten la vida de Reyburn en un verdadero averno en la tierra.
La historia está ambientada en lo que parece ser el límite entre el otoño y el invierno, con el cielo siempre encapotado tiñendo a la realidad con su amplia gama de grises, detalle que ayuda a construir una atmósfera densa que es la marca registrada de la película. Que dicha construcción incluya además a la pobreza y la marginalidad termina de completar un escenario que también es pesadillesco en el plano social. La sordidez del conjunto permitirá que, cuando aparezca el cadáver de una adolescente con todos los indicios de haber sido literalmente cazada, el asunto no resulte inverosímil. Reyburn además es un ex cazador que ha transformado sus tierras en un santuario natural en homenaje a su hija, que detestaba dicha práctica. Pero ocurre que el asesino ha decidido convertir los bosques que forman parte de su propiedad en un coto en el que se dedica a cazar a las chicas que previamente secuestra.
Si, a pesar de lo disparatada que pueda sonar esta premisa inicial, Cazador de silencio puede ser seguida con interés es sobre todo porque su protagonista ha sido construido con paciencia. Su desarrollo abona el surgimiento de una mínima empatía por el sufrimiento que arrastra y permite comprender no solo lo profundo de su dolor, sino el modo en que sigue aferrándose al placebo del alcohol y a la búsqueda imposible de esa hija desaparecida. Pero también la forma en que se toma la aparición del psicópata de turno, con quien mantendrá un enfrentamiento personal. Sin embargo, y no puede decirse que no fuera previsible, sobre su tramo final la película le va dando forma a la apología de la justicia por mano propia, tópico habitual del cine (no solo) estadounidense. De hecho, la lógica del desenlace no es muy distinta de la que cierra a la oscarizada El secreto de sus ojos, donde la justicia tampoco era tan ciega como debiera.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario