En la profundidad forestal, padre e hija habitan un campamento que ellos mismos montaron, donde subsisten a base de los modestos frutos que obtienen de la naturaleza y recogiendo el agua del rocío que la noche junta en las hojas de los árboles. Will le ha enseñado todo a su hija adolescente, desde leer hasta esconderse cuando siente cerca la presencia de extraños. Al principio es fácil imaginar que esa vida marginal tiene origen en alguna razón oscura que se desconoce. Granik sin embargo lo narra todo de forma luminosa, tratando de transmitir al espectador el sutil tesoro sensorial que produce el bosque. E incluso retrata a Will como un padre amoroso a pesar de sus excentricidades y a Tom como una hija a la que una niñez que no termina de dejar atrás todavía le permite ver a la figura paterna desde el deslumbramiento. Una mirada que, sin embargo, tiene los días contados.
Pero la vida salvaje a la que aspiraba Thoureau era más sencilla de conseguir a mediados del siglo XIX que en los albores del XXI. No solo porque a veces Will y Tom deben recurrir a la ciudad para proveerse de algunas cosas indispensables, sino porque es muy difícil evitar ser descubiertos por otros. ¿Pero de quién y de qué se esconden Will y Tom? Cuando un grupo de policías los encuentren y los deriven a la asistencia social, quedará claro que Will escapa de los fantasmas que le dejó la guerra y que Tom es una rehén involuntaria de esa dificultad de su padre para reinsertarse en la vida social. Leave No Trace -que Netflix estrenó con su título original, referido a no dejar rastros- se sostiene sobre todo en la eficiente construcción y evolución que Granik hace del vínculo que une a ese padre con su hija. ¿O será más apropiado decir “a esa hija con su padre”? Porque aunque el relato se reparte entre el punto de vista de ambos, cuando sea inevitable hacer primar una mirada sobre la otra no tendrá dudas en escoger con claridad con quién quedarse.
Como ya sucedía en Lazos de sangre (2010), el film más recordado de Granik, que consagró a Jennifer Lawrence, es interesante ver el retrato que Leave No Trace hace de la figura del Estado, oscilando entre lo ausente y lo presente. Esa dualidad aparece representada con claridad en una escena en la que Will le vende a un grupo de hombres sin hogar la medicación que obtiene de un centro de asistencia para veteranos de guerra. Esos dos extremos vuelven a manifestarse cuando padre e hija son descubiertos, provocando que el campamento de los sin techo sea arrasado por topadoras, mientras los asistentes sociales le consiguen a Will y a Tom una casa y un trabajo decentes en una granja. Para la película no parece haber diferencia entre la relación que une a Will con su hija y el vínculo entre Estado e individuo. Ambos se articulan bajo la lógica paternalista tradicional, en la que un padre amoroso también es capaz de causar un daño involuntario. Granik se abraza a la ternura en el retrato de sus personajes, sin juzgarlo a él por sus errores y tomándose el tiempo necesario para que ella pueda madurar un pequeño pero necesario y definitivo acto de desobediencia. Un fresco en el que caben todos los padres y todas las hijas del mundo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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