Como Jekyll y Hyde, Moxie es una película dual en la que el relato y la intención manifiesta de dar un mensaje no siempre hacen sinergia. Poehler hace equilibrio sobre esa tensión durante todo el film, sacando provecho de un género que suele usarse para contar historias de chicos (como casi todos en el cine), pero abordando la lucha de estas chicas que ya no aceptan un rol secundario y reclaman protagonismo. En ese plano aparece lo mejor de Moxie, construyendo relaciones que retratan de forma verosímil una parte del universo femenino que suele ser invisible a los varones. Pero al mismo tiempo, el juego de poner en paralelo la juventud de la madre en los ‘80/’90 con la actualidad, hace parecer que los logros conseguidos por el feminismo en los últimos 20 años fueran en realidad algo incipiente, cuando el camino recorrido ha sido mucho. Dicho de otra forma: en 2021 ya no son las madres las que despabilan a sus hijas, sino al revés.
Aunque no realiza aportes ni sustanciales ni novedosos a la causa, Moxie también podría resultar oportuna como acción política, como espejo de una realidad que necesita señalarse sin dobleces para evitar que varios se sigan haciendo los sotas. Pero desde lo cinematográfico, la coda del film termina de aplanar de un solo golpe lo que se construyó durante la hora y cuarenta previa. En ese sentido, resulta llamativo que muchos de los personajes no tengan recorrido dramático y lleguen al final como empezaron, ratificando lo que la película les impuso desde el minuto cero. Tal vez por eso Moxie acaba siendo peligrosamente tranquilizadora, haciendo parecer que los malos vienen con un cartel pegado en la frente que los delata, cuando la realidad es mucho más compleja e imprecisa. Si Moxie resulta una película fallida es por esas decisiones dramáticas discutibles, que ameritan ser señaladas sin importar si fueron tomadas con el fin de aportar a una causa justa, o a lo altruista de sus intenciones.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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