Si bien no son habituales las sagas provenientes de cinematografías que no sean la estadounidense –mucho menos frecuente todavía es que estas se estrenen en la Argentina–, Terremoto, de John Andreas Andersen, vendría a ser la excepción a esa regla. No es esta la única rareza de este film producido, rodado y protagonizado por un elenco completamente noruego. Se trata además de un exponente clásico del cine catástrofe, género que por una cuestión presupuestaria pertenece a Hollywood de forma casi exclusiva. Pero ya con La última ola (2015), que el año pasado tuvo su estreno local y en el cual se desarrolla el universo original que ahora tiene continuidad en Terremoto, el cine nórdico había probado capacidad técnica para desarrollar propuestas de este tipo. Esta película representa un paso adelante en ese camino, que además sostiene las virtudes narrativas del film anterior, que no por módicas dejan de ser virtudes. Aunque acá ciertas características de los materiales de construcción comienzan a mostrar algunos signos de fatiga.
Lo mejor de la película es el balance entre el suspenso del segmento que pone en escena la calma que antecede al cataclismo del título y la tensión de la lucha por sobrevivir. Kristian Eikjord es un geógrafo que se convirtió en héroe al salvar mucha gente durante un tsunami que sumergió a un pueblito turístico enclavado entre los fiordos, acciones que motorizan a la película anterior. Ahora Kristian está sumido en su propio estrés postraumático, combinación letal entre la paranoia provocada por la posibilidad de que un hecho como aquel vuelva a sorprenderlo, su sentido de la responsabilidad por proteger las vidas que podrían verse afectadas por ello y la culpa que siente por los muertos que no pudo salvar. Todo esto lo ha llevado a volverse un ermitaño con algo de mesiánico al que su familia abandonó para instalarse en Oslo, donde intentan reconstruirse luego de la tragedia.
La muerte de un colega, ocurrida en un derrumbe en uno de los túneles submarinos que ordenan el tránsito entre los fiordos de la capital noruega, activan los ataques de pánico del protagonista. Andersen juega bien sus cartas, en las que la amenaza de un sismo en Oslo se confunde con la inestabilidad emocional de Kristian. Los hechos terminarán demostrando que este no estaba tan “loquito” como las autoridades pretenden. El terremoto finalmente ocurre y la película lo muestra de forma impresionante, pero con una sobriedad que dista mucho de ese redoblar la apuesta de forma constante que tienen las películas estadounidenses del género. El último cuarto del relato le hace lugar a la lucha de Kristian por salvar a su esposa y a su hija, que han quedado atrapadas en los niveles superiores de un hotel de 34 pisos que amenaza con colapsar. El final, no del todo feliz, vuelve a marcar el contraste. A diferencia del omnipotente Dwayne Johnson, Kristian es noruego: eso lo vuelve humano y, por supuesto, falible ante el poder de la naturaleza.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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