Dueña de una obra prolífica, Heker lleva más de medio siglo de actividad profesional y no existen muchas voces más autorizadas que la suya para hablar de las particularidades de la vida literaria de la Argentina y de los cambios operados en esa área respecto de etapas anteriores durante los primeros 15 años del siglo XXI. Una primera aproximación puede darse en el intento de distinguir dentro de la producción contemporánea algunos rasgos que permitan hablar de una identidad literaria propia del nuevo siglo. “Me parece un poco prematuro hablar de identidad común”, previene Heker. “Sin duda, toda literatura va dejando indicios de la circunstancia en que fue creada, no tanto por sus temas como por la perspectiva desde donde ve esos temas. Y también por el lenguaje y la sintaxis”. Aun así considera que “para evaluarlos desde afuera hay que esperar una decantación”. “Una característica de estos años es el gran número de nuevos escritores que se están publicando”, continúa, “hecho asociado a las muchas y muy buenas editoriales pequeñas que hacen posible su difusión y son una alternativa a las grandes empresas multinacionales que solo dan cabida a lo nuevo cuando viene consagrado; o sea, casi nunca”.
Pero realmente puede verse en esa profusión de nuevas voces una característica identitaria de la literatura en la actualidad. Heker asegura que “en toda época se escribe de más, lo cual no es grave –grave es que se escriba de menos—pero requiere, desde el interior mismo del conjunto de los nuevos escritores, perspectivas estéticas e ideológicas que permitan definir ese ‘de más’. Discusiones sobre el quehacer común y sobre el contexto histórico”. Porque más allá de las obras individuales, dice, “es eso lo que genera el movimiento de una generación, perceptible desde el exterior y capaz de instalar algo nuevo en la literatura nacional”
Otro elemento que podría definir a una generación es la constatación de ejes temáticos reconocibles y Heker supone que los hay, porque “siempre los hay”. Sin embargo ella prefiere encauzar su interés por la potencia de determinadas obras antes que por sus temáticas. “Lo que me interesa en este momento es la obra singular de muchos nuevos y excelentes escritores”, asegura. “Pienso en Pablo Ramos, Samanta Schweblin, Selva Almada, Inés Garland, Margarita García Robayo, Máximo Chehín, Gabriela Cabezón Cámara, Mauricio Koch, Romina Doval, Ariel Urquiza, Alejandra Laurencich, Hernán Ronzino, Alejandra Zima, Enzo Maqueira (y apuesto a que hay otros que todavía no he leído). Todos ellos dan cuenta de su tiempo y deben de estar diseñando para el futuro un dibujo particular de la nueva literatura de esta época”, completa la autora de la novela El fin de la historia. Pero se encarga de destacar que todos ellos “escriben desde su excepcionalidad, y eso, creo, es una condición sine qua non de una literatura que vale la pena”.
Suele decirse que en los ‘60 y los ‘70 era habitual afirmar que los escritores argentinos tenían el desafío de matar a Borges como una forma de indicar cuál debía ser el motor de la literatura argentina de ese tiempo y cuál el dilema estético que debían enfrentar entonces los artistas. “Matar a Borges me parece un resumen falaz de lo que fueron los debates estéticos e ideológicos de aquel entonces”, afirma tajante la escritora, protagonista destacada de aquellos debates. Aunque acepta que entonces también hubo “jóvenes enfáticos que borraban de un plumazo no solo a Borges sino a toda la literatura argentina por su incapacidad de hacer la revolución”, del mismo modo en que algunos de aquellos jóvenes, ya grandes, son los mismos que hoy “se mueven muy bien en determinados medios del poder”. Pero insiste en que “Matar a quien sea nunca fue una buena propuesta de trabajo”. “La literatura es un proceso y todo escritor está hecho de los libros que leyó, y aun de los que no leyó y le fueron transmitidos a través de otras lecturas. Qué se hace con esa herencia, cómo se la reelabora o se la transforma, qué se construye desde –o contra— otras escrituras, ese es el desafío del escritor”. Pese a todo lo anterior, Heker sabe bien que en aquellos años “desde cierta izquierda intelectual se cuestionaba a Borges como escritor a causa de su ideología, manifiestamente de derecha”. Y recuerda cuál era entonces su posición frente al tema: “En El escarabajo de Oro discutimos esa postura y sostuvimos que en lo mejor de la prosa de Borges no estaba expresa su ideología y que la izquierda debía quitarle a la derecha el patrimonio de esa prosa, apropiarse de ella, ya que, además de espléndida, es profundamente nacional: por su sintaxis, por su respiración, por la utilización que hace del lenguaje. Ahí está el punto que quiero destacar: la discusión, el disenso, desde la propia concepción del mundo y de la literatura”.
Conocedora del contexto de aquellos años que marcaron el inicio de su carrera y su instalación como figura joven de la literatura, Heker asegura que “los años’60, y los ‘70 hasta el golpe militar, no son factibles de resumirse en una única actitud”. Y esto porque dicha etapa, “además de extensa, estuvo marcada por acontecimientos culturales y políticos singularmente fuertes, tanto en el orden nacional como en el internacional, y signada por un hito histórico que gravitó en las opciones de quienes éramos jóvenes: la Revolución Cubana”. Y cita “de manera desordenada y heterogénea” una serie de hechos que influyeron en varias generaciones de artistas: el cisma chino-soviético; el diálogo marxista-cristiano; el boom de la literatura latinoamericana y el de la literatura argentina; los debates dentro de la izquierda; el auge del estructuralismo; los movimientos hippies; el resurgimiento del peronismo; los movimientos de liberación en el Tercer Mundo; la aparición de la guerrilla; el golpe militar del ‘66; el Cordobazo; la muerte del Che; el Mayo francés; el gobierno de Cámpora; la llegada de Perón; los crímenes de la Triple A; la muerte de Perón. “No creo entonces que se pueda generalizar acerca del contexto sociopolítico y literario de esos años”, concluye Heker.
“En cambio puedo afirmar que la diversidad y la intensidad de los acontecimientos crearon un contexto propicio para la existencia de debates y de espacios donde tenían lugar y difusión esos debates; en particular, las revistas literarias. La publicación de autores nuevos, la reivindicación o cuestionamiento de los ya existentes, los debates ideológicos, instalaban desafíos que nos compelían a crear los medios para difundirlos. Nos sentíamos protagonistas, esa es la apreciación subjetiva que puedo hacer, porque soy conciente de que hago esta apreciación desde adentro de esa vorágine cultural e histórica que fue el contexto en que nos iniciábamos. No sé si los escritores ya instalados nos veían de ese modo; no nos importaba demasiado. Entendíamos que, más allá de escribir libros –o mejor, porque escribíamos libros y teníamos el privilegio de que nuestras palabras trascendieran— teníamos un rol y una responsabilidad. Y una visión del mundo desde la cual tomábamos posición respecto de los acontecimientos de ese mundo y del sentido de nuestro oficio. Yo no llamaría a ese proceso tan complejo ‘estética de la oposición’; y no estoy segura de que la elección de “contra qué escribir” sea un buen punto de partida”.
Ante eso, no está de más indagar acerca de las razones qué permiten que hoy no exista una polarización ideológica y estética como la que Heker describe en el campo literario durante su juventud, o aquella que le dio sentido a la dicotomía de Florida y Boedo. Para ella la respuesta es simple: “Esta época no tiene nada que ver con la de Boedo y Florida, en la que, entre otras cosas, hacía muy poco que había ocurrido la Revolución Rusa y existía en nuestro país una oligarquía mayormente culta que se sentía dueña del país y actuaba como tal”. Aunque es consciente de que ese puede ser un resumen engañoso, Heker sabe que es lo suficientemente claro como para “entender la polarización, que tampoco era tan prolija como parece a la distancia”. En cambio entiende que “estas primeras décadas del siglo XXI, además de haber renovado las formas de injusticia y de desigualdad, están atravesadas por acontecimientos sociales, políticos y tecnológicos que instalan para la humanidad nuevas amenazas no imaginadas siquiera por la literatura fantástica de un siglo atrás”. “Cómo arrancar desde ahí es algo que no puedo responder”, cierra.
¿Pero son realmente esos motivos lo suficientemente potentes como para impedir que en la actualidad los escritores se reúnan por afinidad literaria o ideológica? “Tengo claro que el mundo actual es mucho menos sencillo que aquel en que me formé”, aclara Heker. Pero se permite citar, a modo de ejemplo, “dos expresiones muy recientes de escritores del siglo XXI, capaces de ver, desde su rol de escritores, las contradicciones del mundo que les tocó y sus propias contradicciones. Una es de Romina Doval y fue publicada hace unas semanas en Página 12. Refiriéndose a su excelente novela La mala Fe, ella compara a su generación con la del ‘70 y señala que toda literatura es política. La otra pertenece a Enzo Maqueira, a su ponencia en la Feria del Libro de Villa Mercedes, El nuevo canon: igualdad de géneros y fin de la Posmodernidad. Ahí cuestiona las debilidades de su generación y propone a la creación literaria como un ámbito de resistencia y libertad ante la hegemonía de los medios masivos. Son solo dos ejemplos, pero marcan una posibilidad: la de ir gestando un movimiento con peso propio que signe a esta generación de principios del siglo XXI”.
Artículo publicado originalmente en Revista T, de Tiempo Argentino.
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