Al principio de la literatura eran la gloria y el honor los que regían la conducta y el destino de los protagonistas. En ese tiempo el dinero y la riqueza no pasaban de ser cuestiones secundarias, en todo caso un artículo en disputa, como tantos otros, y a ningún héroe se le hubiera ocurrido entonces ponerse a hablar de economía. Eso no significa que la economía no tuviera ya una existencia de hecho en aquel mundo de ilíadas y odiseas, sino que la literatura no encontraba ahí un tema de interés. Sin ir más lejos, la Guerra de Troya real (o lo que en la actualidad se supone de ella) no fue sino una guerra económica cuyo objeto era el dominio territorial de un paso estratégico para el comercio de la época, el estrecho de los Dardanelos, que para un imperio en expansión como el helénico equivalía a una puerta de entrada hacia el Oriente. Por supuesto que Homero, padre de la literatura occidental, sabía que una guerra por semejante trivialidad no hubiera representado de ningún interés para sus contemporáneos o bien el tema no le interesaba a él mismo en tanto autor. Con inteligencia, el primer gran ciego de la literatura universal escondió para siempre los motivos mundanales de aquella guerra detrás de una mujer y de un conflicto entre machos alfa llevado a la modesta escala global de aquel entonces.
Tal vez los primeros libros en donde exista una conciencia plena sobre la diferencia entre pobres y ricos, y con ella cierta percepción de las cuestiones económicas que las determinan, sean los Evangelios. Y son los Evangelios y no La Biblia en general, porque a grandes rasgos la mayor parte del Antiguo Testamento es más bien una colección de mitos de origen (del universo, pero también de la nación hebrea), en donde la épica sigue siendo el tema central. La de Babel; la de Noé y el arca; la de Lot en Sodoma y Gomorra; la de Moisés escapando del ejército egipcio por un pelito; la derrota del gigante Goliat por una pedrada del pastorcito David, luego rey; las hazañas de Sansón; el viaje de Jonás en el interior de una ballena, son todas historias en las que el fondo moral avanza a caballo de la épica. En cambio en los Evangelios, en esa opción de Cristo por los pobres, hay una conciencia social que inevitablemente se asienta en algunos criterios proto-económicos. No por nada se suele afirmar, como canta Joaquín Sabina en “Como te digo una ‘co’ te digo la ‘o’”, ese rap sui géneris incluido en su disco 19 días y 500 noches, que Cristo es el primer comunista.
No sería hasta la Edad Media en que las cuestiones de clase y algunas fantasías económicas como el ascenso social, aparecieran de manera tangencial en tanto temas literarios. Ahí se encuentra el alma de muchos de los cuentos tradicionales europeos que luego fueron incluidos en numerosas recopilaciones, de las cuales las más célebres son la de los germánicos hermanos Grimm y la del francés Charles Perrault. Claro que la economía todavía no existía formalmente como ciencia y entonces las causas de ese ascenso social tienen un origen maravilloso antes que económico. A ver: la protagonista de “La Cenicienta” es una adolescente huérfana reducida a servidumbre por su familia política, que merced la intercesión de un hada madrina consigue que el Príncipe Azul se fije en ella y le proponga matrimonio, oferta que, era de esperar, ella acepta. Ocurre a la inversa en “Piel de asno”, cuento en el que una princesa utiliza la piel mágica de un asno para convertirse en pobre y así escapar de su propio padre, un rey viudo con tendencia a la endogamia que pretende casarse con ella. Claro que, tratándose de un cuento popular, no tendría gracia que la protagonista permaneciera en la indigencia y no tarda en volver a ascender a su propia clase cuando, otra vez, el Príncipe Azul se enamora de ella y la desposa. Pero no sólo las chicas son las que cambian harapos por blasones en los cuentos de hadas. En “El gato con botas” es el joven hijo desheredado de un molinero quien se une en matrimonio con una princesa gracias a la sagacidad de un gato pícaro y hábil declarante, quien consigue engañar al rey de la comarca haciéndole creer que aquel pobre diablo es en realidad un miembro de la nobleza. Pero además de ser uno más en la lista de los Fairy Tales que ponen en escena una versión de fantasía del ascenso social, “El gato con botas” es uno de los ejemplos más antiguos en los que un sinvergüenza engaña a un incauto con la vieja técnica de El cuento del tío, que no es otra cosa que uno de los delitos económicos más tradicionales.
La mayoría de los especialistas coinciden en datar el origen de la economía como disciplina en el año 1776, cuando Adam Smith publica su obra más célebre, La riqueza de las naciones, considerada también la piedra basal del capitalismo. Dos curiosidades genealógicas al respecto. La primera, que el padre del capitalismo sea tocayo del padre de la humanidad según el extendido mito judeocristiano (Adam y Adán), le da al asunto un inesperado tono místico no exento de gracia; la segunda: que el año de publicación del libro en el Reino Unido coincida con el de la fundación de los Estados Unidos, máximos exégetas, impulsores y apologistas de la economía del capital, resulta un extraordinario ejemplo de sincronismo histórico con mucho de paradojal. Tampoco es una casualidad que la economía se volviera un tema más explícito en la literatura recién después de la aparición del libro de Smith.
Ya a mediados del siglo XIX, con la Revolución Industrial ya consumada e incluso antes de que el binomio formado por Karl Marx y Friedrich Engels publicaran El capital durante la década de 1860, la noción de clases sociales comienza a aparecer de forma más evidente dentro de los argumentos y las historias que la literatura se decide a abordar. Autores como Mark Twain, Charles Dickens, las hermanas Brönte y toda la dinastía clásica de autores rusos, entre otros, hicieron girar buena parte de sus obras en torno a ese tópico de manera más o menos central. Los ejemplos son incontables pero hay algunos que resulta oportuno citar. El de Heidi, novela de la escritora suiza Johanna Spyri, es uno de esos casos.
Publicado originalmente en 1880, se trata de uno de los libros más conocidos de la literatura suiza en todo el mundo, aunque sin dudas el animé homónimo creado por el maestro de los dibujos animados japoneses Isao Takahata (fundador de los míticos estudios Ghilbi, junto a otro de los genios del género, Hayao Miyazaki), ha tenido muchísimo que ver en la gran popularidad que alcanzaron la novela y, sobre todo, su protagonista, casi un siglo después. La historia de la pequeña Heidi no es otra cosa que una excursión por los diferentes estratos de los que se conformaban las sociedades europeas decimonónicas posteriores a la mencionada Revolución Industrial. Pero al contrario de lo que ocurría en “Piel de asno”, este recorrido social no tiene nada de fabuloso ni de fantástico. Heidi tiene apenas 6 años cuando sus padres mueren y queda al cuidado de su tía materna, quien ante la posibilidad de conseguir un trabajo en la ciudad no duda en dejar a la nena con su abuelo paterno, un viejo pastor de cabras que vive recluido, aislado de todo, en una pequeña granja perdida en los Alpes. Ahí Heidi entra en contacto con el mundo rural de pastores y granjeros que todavía se encuentran al margen del concepto marxista de clases, donde lleva una vida frugal organizada alrededor de la ética del trabajo. Pero bastará que la chica se encariñe con ese universo y sus habitantes, para que la tía regrese para llevársela a Frankfurt, gran centro económico del Imperio Alemán. En la ciudad vivirá como compañera de Clara Sesemann, una nena inválida un poco más grande, también huérfana de madre e hija de un poderoso hombre de negocios. De ese modo la protagonista conocerá la educación, las costumbres y las comodidades de la vida urbana y burguesa que provee el poder económico de la familia Sesemann, pero también la discriminación y el desprecio de clase. Para Heidi la vida en la ciudad sólo representará un encierro doloroso y el sometimiento a normas, rutinas y obligaciones que acabarán por deprimirla y enfermarla. Si se mira al asunto desde el presente, cualquier vínculo con la idea de alienación propuesta por Marx de ningún modo es mera coincidencia. Que Frankfurt también sea el escenario donde algunas décadas después surgiría la emblemática Escuela de Frankfurt, emblema y “think tank” del pensamiento neomarxista a principios del siglo XX, resulta una vez más un detalle de curiosa significación.
Dos años después de la aparición de Heidi en Europa, Twain publica en los Estados Unidos El príncipe y el mendigo (1882). En esta novela el autor realiza la operación de poner en espejo de manera explícita las desproporcionadas diferencias de clase que signan aquella modernidad victoriana, dejando en claro al mismo tiempo que la brecha entre ricos y pobres ya no puede ser vista como un hecho natural inamovible. Los protagonistas son dos adolescentes de fisonomía casi idéntica, uno heredero al trono de Inglaterra y el otro hijo de una familia del lumpen, quienes intercambian sus lugares de forma accidental, permitiendo que cada uno descubra esa cara del mundo que su propia clase social les impide conocer de otra manera. La experiencia servirá para que el joven noble, ahora conocedor de las injusticias de la división social, pueda ser quizás un gobernante más ecuánime. Algo que los lectores nunca podrán constatar, porque El príncipe y el mendigo termina en el momento de la coronación del joven príncipe. A lo sumo podrán arriesgar conclusiones en base a sus propias experiencias en la vida real, donde es bien sabido que un gobernante rico, aun cuando se declare conocedor de las desdichas y problemas de los pobres, no necesariamente será el más piadoso ni, mucho menos, el más justo.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam. Descargar suplemento completo ACÁ.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario