Como si el comienzo del día conjurara hasta la más primitiva de las referencias acerca de los mitos de origen, La helada negra, del director argentino Maximiliano Schonfeld, empieza con un amanecer. Sentada sobre la tierra, una chica contempla el paisaje desolador de un campo cuya cosecha parece arruinada. La primera luz de la mañana la alumbra débilmente, haciendo que los colores todavía difusos le den a la escena un aire de vigilia, mientras que un diseño de sonido artificial y ominoso le confiere una extrañeza no exenta de lisergia. La escena adquiere continuidad. Un joven que ha madrugado para salir a correr por el campo junto a su perro encuentra a la chica inconsciente, tirada a la vera de un arroyito. El cambio en la intensidad de la luz marca el tempo de la secuencia: ahora el sol ha subido un poco y su presencia se hace tangible en los reflejos y brillos verdosos del rocío sobre el pasto y en las ondas blancas y las chispas anaranjadas que le arranca al agua en movimiento. La secuencia termina con el chico cargándola a ella en sus brazos, todavía sin recuperar el conocimiento, hasta la granja en donde él vive.
Como había ocurrido con Germania, el film que marcó el debut de Schonfeld en la dirección, La helada negra también está ambientada en el universo de las comunidades rurales de ascendencia alemana de la provincia de Entre Ríos. A diferencia de aquella, cuyos diálogos transcurrían completamente en alemán (en la versión de esa lengua que se habla en aquellas comunidades que emigraron desde la región del Volga), esta vez los personajes se vinculan en un castellano de inflexión rural. Esta diferencia entre ambas películas excede lo meramente idiomático, porque si en la primera un anillo de sordidez comenzaba a rodear el relato, creciendo desde el interior de un cuerpo endogámico, en La helada negra es un elemento externo el que viene sacudir la estructura cerrada de la comunidad.
Porque la aparición de Alejandra, aquella chica a la que Lucas lleva en brazos hasta su casa, representa una conmoción para todos los que ahí viven y trabajan. Incluso visualmente la aparición de la chica, interpretada por Ailín Salas, representa una anomalía. Sus rasgos americanos, el color de su piel, el revoltijo de sus indomables rulos oscuros, su personalidad vivaz y hasta el color urbano de su voz son una rareza dentro de una comunidad de hombres de piel casi translúcida, ojos cristalinos y cabellos tan mansos y claros como su carácter. Alejandra es una aparición que parece venida de otro mundo, como salida de un sueño y así puede leerse la atmósfera onírica de la primera secuencia.
Por eso no es casual que Schonfeld eligiera construir aquella obertura haciendo que la luz vaya adquiriendo protagonismo, permitiendo que sus cambios funcionen como el tic-tac de un metrónomo que le impone a la narración un ritmo que tiene mucho de musical. Un ritmo (y un tono) que no es el de una ópera majestuosa ni el de una sinfonía barroca y desmesurada, sino la calma inquietante de una pieza de cámara íntima, cargada de variaciones y arreglos sutiles. Sin embargo no hay amanecer que no tenga su correlato en el crepúsculo y la presencia de Alejandra, como la propia luz, aporta claridad pero también sombras. Así, mientras una serie de modestos milagros la van convirtiendo en una especie de santita rural, también empiezan a aparecer celos, recelos y culpas que Schonfeld consigue poner de manifiesto con elegancia, apenas con el registro de algunas miradas de oscuridad elocuente y siempre atento a los detalles mínimos del lenguaje corporal. Pero no sólo entre los hombres tienen lugar estas veladas miserias, sino también entre las mujeres, que lentamente comienzan a ganar espacios dentro de la historia, aunque lo masculino y lo femenino aparezcan como universos escindidos que la figura de Alejandra de algún modo comienza a enlazar.
Así como Schonfeld realiza un estupendo trabajo de observación que, entre otros detalles, puede comprobarse en la exquisita composición de la gran cantidad de primeros planos que ejecuta para retratar a sus personajes, La helada negra también está construida a partir de las miradas de muchos de sus personajes. Miradas furtivas, solapadas, encubiertas, a través de las cuales consigue general la ilusión de un registro voyeurista, que no pocas veces traslada al espectador la sensación de estar siendo testigo de una historia clandestina. O, por qué no, de un sueño ajeno.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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