Sin dar pena, como ocurre de manera bastante frecuente, pero tampoco sin grandes novedades respecto de su temática o del enfoque estético con el cuál se aborda la narración, Cuando las luces se apagan, de David Sandberg, se suma a la lista siempre extensa de las películas de terror que se estrenan cada año. Nada nuevo, sí, pero combinado de tal forma que al menos ofrece algunos puntos dignos de mencionarse. Eso, más una cuota más o menos certera de efectismo es lo que salvan a esta propuesta convencional de desbarrancar por completo en el abismo de las películas estériles e inocuas.
Con un título que deschava por completo el rumbo que irá tomando la cosa, Cuando las luces se apagan está ordenada en torno de los miedos más extendidos vinculados a la infancia, al menos dentro de la cultura occidental. Pero no se limita a los miedos específicamente infantiles, es decir, aquellos que los chicos padecen en forma directa, sino también a otros que los padres pueden sentir frente a ciertas conductas de sus hijos que se apartan de lo convencional o lo esperable, o de algunas de las fantasías más comunes de la primera edad. De ese modo la película recorre (de manera obvia) el temor a la oscuridad, pero además el miedo al abandono parental, combinándolo con el tema del amigo invisible (que remite al clásico y muy citado tópico freudiano del doble), asunto que suele aterrorizar a más de un padre y por el que no pocos chicos acaban abonados a gabinetes psicopedagógicos y consultas psiquiátricas. O, como en el caso de las películas de terror, a alguna institución mental en donde se experimenta con los pacientes.
Basada en un corto del propio Sandberg, quién debuta en la dirección de largometrajes, la película gira en torno de una mujer que mantiene una relación de aparente (y retorcida) amistad con un ente que habita en la oscuridad de su casa y a la que la luz hace desaparecer. Y, por su puesto, del vínculo de esta mujer con sus dos hijos, los protagonistas, una joven y un niño que son acosados por esta presencia, porque los celos también forman parte de este cóctel. Pero si la suma de los elementos podría (hubiera podido) dar por resultado una película menos convencional, la omnipresencia de esa entelequia a la que se puede bautizar had hoc como “Lo mismo de siempre”, pronto aparece para achatar todo el potencial.
Víctimas encerradas en sótanos laberínticos; personajes arrastrados por las piernas hasta desaparecer en la oscuridad; luces que insisten en apagarse en el momento justo; el ya mencionado hospital psiquiátrico como deus ex machina y mito de origen. Un final inesperadamente crudo vuelve a levantar un poco el promedio, pero no alcanza para poner la balanza a favor.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario