Si a priori el título del tercer trabajo como director de Valentín Javier Diment –los anteriores fueron el documental Parapolicial negro, apuntes para una prehistoria de la Triple A (2010) y La memoria del muerto (2012)— puede sonar feo al oído, como si lo hubiera elegido un cineasta amateur o se tratara del nombre de un cuento de terror publicado en una revista literaria barrial, lo cierto es que El eslabón podrido le calza perfecto al tipo de historia que la película cuenta. Una película que juega entre lo trágico, lo sádico y el humor, aprovechando el formato del relato rural. Porque lo que en ella se cuenta está muy cerca, en tono y contenido, de esas leyendas de campo que alimentan el acervo de las mitologías populares de tierra adentro. En consonancia con esa idea, y aunque muchos detalles dejan claro que los hechos narrados transcurren en un tiempo más o menos actual, la historia imaginada por Diment y su equipo de guionistas bien podría ser una leyenda del siglo XIX, contemporánea del surgimiento de la literatura gauchesca, de la generación del 80 y, por lo tanto, de la fundación de la Argentina moderna.
Precisamente hay algo en ese cuento de pago chico, en el orden que rige el pueblo donde transcurre la historia, que de algún modo cifra el tipo de sociedad sobre la que se construyó aquel (este) país. Un pueblo cuyos hilos son movidos por el cura y los dueños de la cantina, punto de encuentro que durante los días laborables es una fonda, pero que los fines de semana se transforma en burdel. Un pueblo de casas dispersas, con un intendente que no pincha ni corta y cuyos pocos habitantes caben sin amontonarse en la pequeña iglesia del lugar. En ese pueblo vive Raulo, un hombre con un importante retraso mental que trabaja como leñador y que todas las mañanas con su carrito reparte, casa por casa, la madera que los vecinos necesitan para el fuego. No es casual que Raulo parezca un personaje sacado de un cuento de Horacio Quiroga. Hay algo en él, a pesar de su inocencia y de la pena que provoca, que también produce recelo y lo rodea con un halo de peligro, algo que el más argentino de los escritores uruguayos ya había hecho con pulso extraordinario en su conocido cuento “La gallina degollada”. Raulo además es hijo de Ercilia, la curandera, y hermano de Roberta, la prostituta joven del pueblito, que por consejo de su madre se ha acostado con todos los hombres, menos con uno.
Como Quiroga, el director tiene un gran sentido del morbo y se vale de él para construir el clima opresivo de la primera mitad de la película. Pero a diferencia del escritor, Diment también maneja muy bien el humor asociado al morbo, y lo utiliza para provocar pequeñas disrupciones que aligeran el relato sin debilitarlo. No es casual haber señalado que El eslabón podrido juega entre lo trágico y lo sádico, afirmación en la que debe subrayarse el verbo jugar. Porque una vez que la figura de la madre desaparece y su mandato (ese consejo que también es una maldición) se rompe, el relato pasa de la represión a la acción, y a partir de ahí el director se permite hacer un uso lúdico de la violencia. Así, el final no sólo es liberador porque las fuerzas sometidas se desatan, sino porque Diment da inicio a una orgía de escenas truculentas, tanto en lo sexual como en el uso desenfrenado del gore, que por un rato permite pensar que El eslabón podrido es la primera película de exploitation rural. Pero enseguida vienen a la memoria la figura de Armando Bo y algunos de sus trabajos con Isabel Sarli, y entonces queda claro que es en la confluencia de esa filmografía con los cuentos más negros de Quiroga, donde se encuentra la genealogía de este eslabón podrido.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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