“—El secreto es— dijo, y se detuvo como si no pudiera continuar. Minutos después recuperó el habla para decir:
—Vea usted: fui yo quien maté a todas esas personas.
—¿Cómo? —interrogó el otro con un hilo de voz en medio de un silencio expectante.
—Verá usted, yo mismo los asesiné — explicó el Padre Brown pacientemente—. De este modo comprenderá el porqué sabía yo cómo se desarrollaron los hechos.”
Si algo ha dejado claro el policial, entre las muchas cosas que ese extraordinario género literario ha dejado claras, es que para resolver un crimen hace falta un detective y que todos los detectives tienen un método. Por ejemplo, Auguste Dupin y Sherlock Holmes, creados por los escritores Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle, confiaban sobre todo el poder de la deducción, en la capacidad de observación y atención por el detalle. En cambio, como puede verse en el párrafo transcripto al comienzo, perteneciente al cuento “El secreto del padre Brown” incluido en el libro El candor del padre Brown, el método de la criatura de Gilbert Keith Chesterton, el tercero de los cuatro grandes detectives en los que se funda la tradición del policial clásico, era bien distinto. El cuarto detective es el Hércules Poirot de Agatha Christie, pero hay un elemento fundamental para dejarlo fuera de este texto. Es que, a diferencia de Dupin, de Holmes y del padre Brown, el detective de Christie no está inspirado en la realidad, sino en otros personajes de ficción previos, entre ellos el propio Sherlock. En cambio aquellos tres son el reflejo, deformado por la literatura, de tres personajes bien reales de los cuales han heredado sus formas de trabajo. Es decir, sus distintos métodos de investigación.
“—Lo que yo quiero decir es que pensé y pensé de qué manera podría un hombre llegar a ser así, hasta que me daba cuenta de que yo mismo era de aquella manera, en todo, menos en aceptar el consentimiento formal de la acción.” El padre Brown se postula a sí mismo como opuesto de Dupin y sobre todo de Holmes, descreyendo por completo de las herramientas del pensamiento científico, algo que, por lo demás, es una actitud completamente previsible en un cura católico a fines del siglo XIX. “¿Cuándo dicen que el detectivismo es una ciencia? ¿Cuándo dicen que la criminología es una ciencia? Ellos se refieren a la que estriba en salirse del hombre y estudiarlo como si fuera un insecto gigante; mantenerlo dentro de lo que ellos dirían una luz fría e imparcial; en lo que yo diría una luz muerta y deshumanizada. Quieren decir llevárselo lejos como si fuera un criminal, como si fuese un animal prehistórico, asombrándose ante la forma de su cráneo de criminal, como si fuera una clase de vegetación inverosímil, semejante al cuerno sobre la nariz de un rinoceronte. Cuando el científico habla de un tipo, no se incluye nunca a sí mismo, sino a su vecino. Probablemente a su vecino más pobre.” Por cierto, Chesterton era brillante aún cuando se equivocaba, aunque este no sea el caso. Acá le alcanza con unas cuantas oraciones para cargarse a la teoría lombrosiana completa y con ella, acertarle un golpe divino (a Chesterton, inglés pero católico converso, le hubiera agradado la doble acepción de este adjetivo en castellano) al positivismo que representaba muy claramente Sherlock Holmes.
Para el padre Brown es fundamental el concepto de misericordia en la resolución del crimen, ese ponerse en el lugar del otro que le permite comprender de que necesidades surge una acción de la que cualquiera, en tanto seres humanos, podría ser capaz dadas determinadas circunstancias. Su método consiste simplemente en la capacidad de aceptar primero la paja en el propio ojo para luego poder encontrarla en el ajeno. Sucede que este notable personaje está inspirado en un cura real, el padre John O’Connor, con quien Chesterton mantuvo un vínculo de amistad y admiración, y que tuvo un papel decisivo en la conversión al catolicismo del escritor, ocurrida en 1922. Según cuentan Guadalupe Arbona y Luis Miguel Hernández en el prólogo de La inocencia del Padre Brown, de Ediciones Encuentro, la relación entre O’Connor y Chesterton nace en 1904 y “fue la amistad más cercana y fecunda de toda su vida”. Será este cura de Bradford, según confesaría luego el escritor, quien le hará conocer “los horrores del mundo”. O’Connor le revelará “un serio conocimiento del mal y, al mismo tiempo, la posibilidad de que este no sea la palabra definitiva sobre el hombre”. Y citan una descripción que Chesterton hace de su amigo, en la que ya puede entreverse el perfil del padre Brown: “He confesado en páginas previas, que en mi adolescencia me imaginaba como un monstruo de iniquidad, y resultaba una experiencia curiosa descubrir que este célibe, tranquilo y grato cura había sondeado aquellos abismos mucho más que yo.”
El blanco directo de las críticas que Chesterton realiza al pensamiento científico a través de su personaje es Sherlock Holmes, cuya popularidad el cine y la televisión extendieron más allá de las páginas de los libros de Doyle. Tanto el personaje como su famoso método deductivo también se inspiraron en un personaje real y, como no podía ser de otra manera, se trata de un científico: el doctor Joseph Bell. De origen escocés, Bell fue el último miembro de una destacada familia de cirujanos y anatomistas que figuran entre los más destacados precursores de esas especialidades en el Reino Unido. Doyle, también escocés, comenzó su carrera de medicina en 1876 en la Universidad de Edimburgo, donde Bell fue uno de sus profesores. En el sitio web Sherlock-holmes.es se menciona que en sus clases Bell solía subrayar la importancia de la observación a la hora de realizar un diagnóstico y, para demostrarlo, acostumbraba elegir a alguno de sus alumnos desconocidos para, luego de observarlo, deducir su ocupación y actividades recientes. A partir de esas habilidades Bell se convirtió en pionero de la ciencia forense en una época en la que la ciencia no era frecuentemente usada en la resolución de crímenes.
A diferencia de Brown y de Holmes, ambos británicos como sus creadores, Auguste Dupin era francés. Y Poe estadounidense. Al él y a su personaje suele corresponderles el mérito de fundar el género policial. Sin embargo hay que ir para atrás en la historia de Francia para encontrar al personaje real que inspiró a Poe para crear al protagonista de los cuentos “Los crímenes de la calle Morgue” o “La carta robada”. Eugène- Françoise Vidocq se hizo famoso como uno de los criminales más peligrosos de París antes de reconvertirse, muchos años de cárcel más tarde, en uno de los pioneros de la institución policial francesa. Nació en el año 1775 y, por lo tanto, creció en un país herido y movilizado por las circunstancias sociales que desembocan en la Revolución de 1789. Aunque hijo de una familia de comerciantes burgueses, desde chico prefirió las malas compañías de las cuadras militares, donde aprendió el manejo de las armas, y de las plazas públicas, donde con igual rapidez aprendió el oficio de ladrón. Sus Memorias son un notable compendio de anécdotas en las que queda bien claro que el mundo de la delincuencia y el de las instituciones policiales se encuentran unidos por gran cantidad de vasos comunicantes que van más allá de la simple persecución de unos a otros. Vidocq solía alardear de que su éxito como policía estaba directamente relacionado con su conocimiento profundo de los bajos fondos. Algo de eso sobrevivió en Dupin, sobre todo en “Los crímenes de la calle Morgue”. Aunque Poe seguirá siendo el gran impulsor del policial, no debe dejar de reconocerse en Vidocq y en la simpática pedantería de sus Memorias, a uno de sus grandes precursores.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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