Existe un mito alrededor del vasco Alex de la Iglesia. Un mito entendido como relato más o menos fabuloso que se alimenta de un fondo lejano y muchas veces inasible, pero que puede contener algún fragmento de verdad. El mito de De la Iglesia dice que se trata de un director innovador y creativo, cultor consumado del relato fantástico y el humor absurdo, en cuyas películas se enfrentan siempre, de un modo u otro, el bien y el mal, y siempre dispuesto a llevar las cosas radicalmente al extremo. Varios de sus films confirman algunas de las premisas incluidas en esta improvisada definición ad hoc, y otras, en cambio, se cumplen mucho menos de lo que se cree. Las brujas, su nuevo trabajo, presentado durante el reciente Festival Internacional de Cine de San Sebastián viene confirmar cuánto hay de mitología en el cine de Alex.
Como en otros títulos, el director vuelve a encontrar una excusa para el relato en su propia comunidad. Se trata del carácter esencialmente aldeano que subyace en una cultura que, como la española, no puede evitar que por las grietas de una modernidad prefabricada se cuele un pasado medieval no tan lejano. La historia contada en Las brujas, como ocurría con la inolvidable El día de la bestia, remite de modo directo al fuerte legado que la Inquisición ha dejado en las identidades ibéricas. Algo que también pasaba, pero de modo más moderado y sutil, vía franquismo, en Muertos de risa y Balada triste de trompeta. Casi un cliché (o un mal chiste), el apellido del director podría pensarse como prueba irrefutable de hasta dónde llega dicha influencia./
De la Iglesia se mete ya desde el título de su nuevo trabajo con una de las obsesiones de la Inquisición, y el comienzo del film da cuenta de un cineasta ingenioso y lúcido, capaz de sorprender con un notable primer acto, construido con un timing que pocos directores en el mundo pueden jactarse de poseer. Ahí, un grupo de ladrones disfrazados de estatuas vivientes asaltan una casa de empeños, llevándose un pequeño tesoro de minúsculas piezas de oro. Tanto la forma falsamente desprolija con que esta escena es presentada, como el frenesí coreográfico de la acción y la eficacia con la que consigue que los actores disparen sus mordaces líneas a una velocidad que nunca resigna precisión, dan por ciertos algunos detalles del mito. Incluso la brillante secuencia de títulos parece anunciar al mejor De la Iglesia.
Pero a medida que la narración avanza, ese piso que la película propone en sus primeros 15/20 minutos le va quedando cada vez más alto. Y ahí donde parecía haber un director osado que se atrevía a jugar con el extremo de lo políticamente incorrecto, el devenir del relato acaba por (de)mostrar que apenas hay uno bastante conservador y falto de sutileza. De hecho resulta imperdonable abordar el estereotipo de la mujer como bruja desde un humor que, de tan ramplón, es más digno de un equipo de creativos publicitarios que del director que filmó la gran escena que abre esta misma película. Que, después de empezar tan bien, De la Iglesia decida contar su historia de fugitivos convertidos en víctimas de un aquelarre con recursos humorísticos que parecen extraídos de una propaganda de cerveza, provoca una franca decepción.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Pagina/12.
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