A su manera especial, Planetario, de Baltazar Tokman, es uno de esos documentales que rehacen una saga familiar a partir de la mirada interior de uno de sus miembros, que se encarga de registrar, descomponer y volver a ensamblar una historia que en el proceso se vuelve a la vez propia y ajena. Con salvedades: primero, aquí ese registro se multiplica por seis, que es la cantidad de familias que se registran a sí mismas e integran el relato; luego, Tokman, el director, no forma parte de ninguna de ellas. Esas variaciones, lejos de disminuir la carga de la mirada, la multiplican. De una manera obvia en esas seis familias que son las que le dan carne a este menú. Pero es justamente la mirada del director la que consigue urdir una trama única que engarza a esos seis relatos en uno sólo, y a partir de esa operación amplificar y condensar sus sentidos diversos y muchas veces opuestos.
Planetario recolecta los registros caseros de seis familias de distintos lugares del mundo que no se conocen entre sí, cuyos miembros fundadores, un padre y una madre (a veces ambos y otras sólo uno de ellos), han hecho de la costumbre de filmar a sus hijos un rito sagrado. Padres y madres de la India, la Argentina, Polonia, Rusia, Egipto y los Estados Unidos, atentos a capturar cada momento de la vida de sus pequeños. “Antes tenías que anotar todo en un cuaderno”, dice uno de ellos al comienzo como signo de los tiempos y de ahí surgen las primeras preguntas. ¿Esos padres realmente están atentos a sus hijos? ¿Puede atenderse al encuadre, al foco, a la luz al mismo tiempo que se atiende la vida? ¿Puede actuarse la vida? El documental muestra que no siempre: varios de los momentos más emotivos del film ocurren cuando los protagonistas (incluido quien maneja la cámara) están más preocupados por vivir que por filmar. Como aquella en que el padre argentino deja la cámara sobre el tablero del auto para decirle a su hijo de 10 años que con su madre harán todo lo posible para que pueda hacer en su vida lo que elija y el chico termina llorando en brazos del adulto que por un momento, apenas un momento, se olvidó de filmar. En esa escenificación de la manipulación parental se pone en evidencia, como por arte de mágia (la mágia del cine), el caracter casi inevitablemnete manipulador del relato cinematográfico.
En el deseo manifiesto de guardar para siempre el registro de los momentos felices se esconde la convicción de que la tristeza y el dolor acechan. Filmar se vuelve entonces una lucha contra la muerte y sus avatares: el abandono; la soledad; los miedos, desde los más infantiles a los de orden político; la guerra. El futuro. El mérito de Tokman consiste en haber detectado las formas del miedo en esos paisajes estereotípicos del momento feliz. Sobre todo en la forma delicada con que los va dejando aparecer aquí y allá, entre los pliegues de lo cotidiano. “Mientras más cumpleaños y años nuevos pasan, significa que queda cada vez menos tiempo”, confiesa alguien por ahí. “Trabajé en fotografía y eso me hizo conocer el valor del instante”, dice otro. “Esperamos lo mejor, pero nos preparamos para lo peor”, concluye otro más sobre el final de la película. No parece casual que en casi todas las familias que dan forma a este Planetario, el tema de Dios aparezca de maneras disímiles pero poderosas: la idea de Dios ha sido siempre el conjuro más primario y radical en contra de los miedos. En Planetario, incluso en los padres más nihilistas (como el ruso), Dios no deja de aparecer como la mejor solución contra todas las muertes.
Gracias a la habilidad de Tokman Planetario consigue ser el registro que esos padres llevan de sus hijos, pero también y quizá sobre todo, la catarsis inconsciente de esos padres tratando de convivir lo mejor que pueden con sus obsesiones. De a poco el documental va develando los por qué de algunas de las situaciones que fue presentando a lo largo de su relato, pero de un modo sutil, sin subrayados. Entonces la imagen de un hombre en uniforme cantando una canción, solo con su cámara en un comedor vacío, puede ser por demás elocuente. Planetario retrata la avidez con que cada ser humano se abraza a la felicidad, quizá porque, como el poeta, todos saben que “tristeza nao tem fim, felicidade sim”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Tiempo Argentino.
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