Siempre me gustó la música: estoy casi seguro de que es una de las primeras cosas que me regaló mamá cuando nací. De hecho recuerdo ser dueño de mis propios discos desde que la memoria me empieza, junto a otras imágenes algo difusas en las que me veo comiéndole la comida a mi perro Napoleón, o muy asustado por el truco del dedo cortado en la caja de fósforos que tanto divertía Fausto, mi hermano mayor, y a Ludovico, mi tío menor.
Enseguida viene un período oscuro en el que no tuve ni discos ni películas y en el cual los libros fueron mi única compañía. Y después por fin la adolescencia, la vida en cuerpo y alma, en carne viva, ese territorio en el que todo duele más pero también donde el placer puede ser infinito. Por entonces era capaz de quedarme junto a la radio la misma cantidad de horas que pasaba encerrado en el baño y es todo lo que diré al respecto.
Enseguida viene un período oscuro en el que no tuve ni discos ni películas y en el cual los libros fueron mi única compañía. Y después por fin la adolescencia, la vida en cuerpo y alma, en carne viva, ese territorio en el que todo duele más pero también donde el placer puede ser infinito. Por entonces era capaz de quedarme junto a la radio la misma cantidad de horas que pasaba encerrado en el baño y es todo lo que diré al respecto.
Con la adolescencia llegó también la libertad para elegir una banda de sonido propia, escudos protectores que pasaron a engrosar la coraza de ese "Yo" que no sólo se sentía dentro de mí, sino que era parte de lo que los demás metían dentro de la misma bolsa cuando me nombraban. Sonidos que se convertían en adendas de las personalidades adolescentes que construíamos en los '80, cuando era más fácil emparentar a nuestros compañeros de generación con The Cure, Soda Stereo, Los Fabulosos Cadillacs, Pink Floyd o V8 antes que con sus propios padres. La música, los discos y las bandas eran, como los amigos, "esa familia que se elige". No sin tristeza creo que eso ya casi no existe, que hoy los adolescentes son como ejércitos de replicantes clonados por las redes sociales. Un pensamiento que demuestra lo viejo que soy, aunque no siempre fue así.
En aquel paraíso parcial de mi adolescencia, los fallidos intentos de mis padres por sacar a flote un vínculo imposible que ellos mismos habían hundido eran mucho menos importantes para mí que las estrategias que trazábamos con mis amigos para apoderarnos del equipo de música en cada fiesta a la que éramos invitados. Desde ahí imponíamos el avatar sonoro de nuestra identidad. No pasó mucho tiempo para que fuéramos invitados a cada vez menos fiestas, pero eso ahora no importa. Porque en todos estos años han pasado parejas, he perdido amigos, hermanos y padres, pero la música sigue conmigo.
(A Jeff Hanneman, guitarrista de Slayer, uno de esos amigos que ni la muerte podrá quitarme.
In Memoriam.)
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Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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