No sé en qué momento mamá me regaló mi primer disco, tampoco si aquel fue realmente el primero o si mi memoria se apropió del deseo de que así fuera y acabó por convertir una fantasía en un recuerdo real. Sé que todavía estaba en jardín de infantes cuando ella se apareció con aquel disco en cuya tapa se veía al gran Johann Sebastian Bach vistiendo levita y peluca típicas del siglo XVIII, pero con su cabeza metida dentro de un casco de cosmonauta, mientras flotaba en el espacio junto a una consola, un par de auriculares y la Tierra al fondo de la imagen. Estoy seguro que mamá intuyó que ese montaje de pasado y futuro (que años después sería la base de la estética SteamPunk) era un incentivo visual que un chico fantasioso no pasaría por alto. Pero todo eso se hubiera perdido en el tiempo si al encender el tocadiscos no hubiera escuchado lo que escuché. En Bach electrónico II el norteamericano Walter Carlos reinterpreta al músico alemán desde un teclado Moog, experimento que venía haciendo desde 1968, convirtiéndose en precursor de la música electrónica. Años más tarde Walter se volvería Wendy, demostrando que el ser humano, como la música o la memoria, también es una materia sumamente plástica que puede ser reinterpretada desde el deseo.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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