Historia del símbolo
Cuando hace 30 o 40 mil años los hombres comenzaron a estampar sus manos y a dibujar bisontes, ciervos y mamuts en la profundidad de la piedra en las cavernas de todo el mundo –primera manifestación de una necesidad de trascender el carácter efímero de la existencia, de perpetuarse a través de la expresión gráfica-, empezó a quedar claro de qué se trata ser humano. Es que en ese anhelo de convertirlo todo en símbolo se encuentra la esencia de la humanidad y de toda la cultura humana. Figuritas de mujeres caderonas hechas de barro, para conjurar una fertilidad y una abundancia que es a la vez la de los vientres y la de la tierra; relatos de diosecitos que quieren explicar lo inexplicable; cantares y poemas que son memoria ancestral de civilizaciones enteras, la suma de todas las sabidurías; músicas y sonidos que expresan cuestiones profundas como aquellas cavernas y para las cuales ninguna palabra alcanza. Símbolos, códigos secretos a los que todos somos capaces de encontrarle un mensaje siempre único y personal.
En el recorrido de esa historia, el siglo XX significó el non plus ultra de todo simbolismo, y en especial, con la difusión de la fotografía y sobre todo del cine, de todo aquello pasible de ser retratado, reproducido y transmitido. La antigua religiosidad se transmutó en consumo, merced el triunfo de la economía de mercado. Y así las revistas, la televisión, la publicidad y el cine se convirtieron en la usina de las épicas modernas, generadora de nuevos dioses y diosas a los cuales encomendar el bien más sagrado de la dominante cultura del consumo: el deseo. En solo cien años el hombre pasó de Homo Sapiens a Homo Cupidus, y aquel deseo original de trascender y conocer dio paso a un estado voraz, en donde el deseo no es motor ni fin, sino un sistema eternamente retroalimentado. El deseo de desear, como el perro que se muerde la cola. Sobre todo el cine -el cine norteamericano, cuya Edad de Oro puede ubicarse en los años ’40 y ’50-, fue una línea de montaje dedicada a fabricar los íconos que encarnaban esos sueños, que desde la pantalla se multiplicaban por todo el mundo hasta convertirse en un único deseo compartido por todos. Entre todas esas modernas deidades surgidas de incontables matinées y funciones en continuado, tal vez Marilyn Monroe sea la más deseada y, sin dudas, el más emblemático de sus símbolos.
Sale el sol
Luego de recorrer el mismo camino que otras miles de adolescentes hicieron antes que ella –y que muchas miles siguieron haciendo después, hasta llegar a nuestro siglo XXI-, Marilyn Monroe pasó de aspirante estrella a mito en menos de veinte años. Y dentro de la vasta cosmogonía de la industria cinematográfica, llegó a ser el más luminoso de los astros. Tanto así, que consiguió hacer que la física retrocediera hasta los días previos a Kepler, a Galileo y a Copérnico, para convencer al mundo entero de que el universo giraba en torno a ella. Es necesario aclarar que cuando se habla de “el mundo entero” no se trata de un eufemismo, ni de una frase hecha: Marilyn Monroe consiguió el milagro de seducir tanto a hombres como mujeres. La enciclopedia popular Wikipedia cita, en su entrada correspondiente a la actriz, al libro Goddess, The Secret Lives of Marilyn Monroe, de Anthony Summers. Ahí se afirma que “su psiquiatra, Hyman Engelberg, recibió gran cantidad de llamadas de mujeres el día después de su muerte diciéndole que si tan solo hubieran sabido que Marilyn tenía problemas, hubieran hecho lo posible por ayudarla. Entonces se dio cuenta de que Marilyn no solo llamaba la atención de los hombres, sino que también las mujeres sentían aprecio por la niña pequeña que Marilyn tenía dentro.” Es interesante que las palabras elegidas por el psiquiatra para definir esa atracción hallan sido “llamar la atención”, sobre todo porque uno tiende a pensar que los fanáticos aman a sus ídolos y que no es solo la curiosidad lo que los une. Y es que ese “llamar la atención” se encuentra mucho más cerca del deseo que del amor, una circunstancia repetida en la biografía de Marilyn, que tuvo el consuelo de muchos amantes pero nunca la certeza del sentimiento correspondido. Quién sabe si no fue el hueco causado por esa ausencia lo que de a poco comenzó a entibiar su luz hasta enfriarla.
Mirar a Marilyn
Sin embargo su fallecimiento, ocurrido hace exactamente 50 años, no solo no consiguió menguar su potencia sino que significó, como en el caso de tantos otros muertos trágicos, su canonización y el paso inmediato de figura a leyenda. Nada mejor que la experiencia personal para confirmarlo. 25 años después de su muerte, en el apogeo de la popularidad de los posters Pagsa (cuya estética súper Pop de lo femenino, dicho sea de paso, era sumamente deudora de la imagen de Marilyn), mis carpetas del secundario estaban forradas con fotos de ella que ávidamente buscaba y recortaba de las revistas italianas Oggi y Panorama, que mi abuelo recibía por entonces directamente desde Italia. Y aun hoy me ocurre con frecuencia quedar deslumbrado cada vez que su mirada, su sonrisa y su cuerpo me sorprenden desde una foto. Del mismo modo, es imposible no admirar la naturalidad con que algunos de sus personajes en el cine pasan de una inocencia no exenta de seducción, a un desborde de sensualidad y sexualidad que nunca necesito de la desnudez para provocar el desborde de todos los deseos. (Ver, por favor, La comezón del séptimo año.) Porque lo que provoca volver a ver a Marilyn Monroe aun hoy, a 50 años de su muerte, siempre es deseo, aquel que, como el perro, se persigue a sí mismo. Entonces, lejos de acordar con aquella idea tan extendida de que Marilyn es el objeto del deseo por antonomasia, tal vez haya llegado la hora de admitir que los objetos en realidad somos nosotros. Objetos deseantes, desbordados (Homo Cupidus), orbitando en torno a ese gran sujeto que nos habla a cada uno directamente al oído, y a quien nadie se atreverá nunca a disputarle el centro el universo.
El ocaso de los dioses
Igual que el sol todos los días, Marilyn amaneció luminosa, alcanzó a brillar en lo más alto del cielo, para luego declinar de a poco en un viaje que inevitablemente acabó con la noche. La única diferencia, para nada menor, es que el 6 de Agosto de 1962 a la mañana el sol volvió a salir como siempre. De ella, en cambio, apenas nos quedan sus fotos y sus películas, una forma sofisticada de la memoria, pero que en el fondo no son más (pero tampoco menos) que aquellas manos y bisontes pintados en la piedra: un tesoro de la humanidad.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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