Reconozco que siempre me encantó revolver la basura. Es algo de familia. Cuando éramos chicos, con mis hermanos menores teníamos el ojo entrenado para detectar al pie de árboles o postes de luz, incluso desde lejos, las bolsas y las cajas con el potencial de guardar esos misterios inesperados que algún alma, más indolente que generosa, se hubiera dignado a resignar. En esas búsquedas del tesoro casi nunca peleábamos, porque cada uno pretendía cosas distintas. Silvio era el que hacía los hallazgos importantes. Gemas de vidrio, huérfanas de alguna araña desconchada, que para nosotros eran diamantes; relojes muertos que él mismo revivía con sólo ordenarles: “Seiko, ¡levántate y anda!”; monedas y billetes fuera de circulación que en su rareza se nos hacían más valiosos que el dinero de verdad. Aún hoy Silvio sigue siendo el mejor: un ventilador de hierro que sacó de algún volquete ayudó a que la Negrita, mi mujer, embarazada de nuestro segundo hijo, la pasara un poco menos peor durante el verano de 2004.
En cambio Cebi, el más chiquito de los tres, tenía predilección por cosas más extrañas, cachivaches a los que sólo él prestaba atención. Por ejemplo, una bola de alambre retorcido, en apariencia inútil, pero que bien mirada parecía la mano de un viejo; o fierros y pedazos de maquinaria en desuso que después, con ayuda, injertaba en su bicicletita hasta convertirla en un monstruo. Así era Cebi. En cuanto a mí, siempre me atrajeron los papelitos. Hojas arrancadas de libros anónimos y fotos amarillas, a veces en pedazos −lo que demandaba cierta arqueología reconstructiva para llegar a conocer el todo−, enseguida pasaban a engrosar mi patrimonio de mugre personal. Pero lo que más me obsesionaba, mi fetiche favorito, eran (son) los manuscritos, los libros de notas y, sobre todo, la correspondencia. Me preguntaba por qué la gente tiraría las cartas y no recuerdo si fue entonces, pero empecé a creer que en ese acto tal vez se jugara una de las formas de invocar al olvido, la más inútil de todas. Todavía guardo una colección de cartas ajenas y sé que con ellas alguien ha querido abandonar cierto pasado: felicidades que alguna vez se terminaron, los rezos de una madre para el hijo que se fue o el horror infantil que una niña ya crecida le revela a su madre. Lo que nunca pude terminar de identificar es el momento preciso en que todo eso empezó a volverse mío.
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En cambio Cebi, el más chiquito de los tres, tenía predilección por cosas más extrañas, cachivaches a los que sólo él prestaba atención. Por ejemplo, una bola de alambre retorcido, en apariencia inútil, pero que bien mirada parecía la mano de un viejo; o fierros y pedazos de maquinaria en desuso que después, con ayuda, injertaba en su bicicletita hasta convertirla en un monstruo. Así era Cebi. En cuanto a mí, siempre me atrajeron los papelitos. Hojas arrancadas de libros anónimos y fotos amarillas, a veces en pedazos −lo que demandaba cierta arqueología reconstructiva para llegar a conocer el todo−, enseguida pasaban a engrosar mi patrimonio de mugre personal. Pero lo que más me obsesionaba, mi fetiche favorito, eran (son) los manuscritos, los libros de notas y, sobre todo, la correspondencia. Me preguntaba por qué la gente tiraría las cartas y no recuerdo si fue entonces, pero empecé a creer que en ese acto tal vez se jugara una de las formas de invocar al olvido, la más inútil de todas. Todavía guardo una colección de cartas ajenas y sé que con ellas alguien ha querido abandonar cierto pasado: felicidades que alguna vez se terminaron, los rezos de una madre para el hijo que se fue o el horror infantil que una niña ya crecida le revela a su madre. Lo que nunca pude terminar de identificar es el momento preciso en que todo eso empezó a volverse mío.
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Artículo publicado originalmente el el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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