Se termina noviembre y el calor es algo más que una simple amenaza. Las noticias que llegan de Mar del Plata ya cantan las aventuras de los intrépidos que se le atreven al mar helado, sólo para escapar de la radiación ultravioleta que un apolillado velo de ozono no alcanza a filtrar. Son las mismas noticias que dan cuenta del final de la vigésimo quinta edición del Festival Internacional de Cine, que cada año toma por asalto ese infierno con mar al lado que se oculta tras el alias criminal de “La Feliz”. Y junto con la lista de ganadores del festival, llega también otra buena noticia para el cine argentino: la confirmación de la tendencia que marca cierta recuperación del género dentro de las películas nacionales. Una recuperación múltiple que nace del abordaje del policial, el western, la ciencia ficción, el terror, la comedia y hasta el gore, por parte de directores que los tratan sin menosprecio. Seriedad que es acompañada por los programadores de los festivales de cine más importantes del país, dispuestos a asumir el riesgo de incluir estas propuestas en sus grillas, y por la mirada de una crítica desacostumbrada a encontrar exponentes de calidad entre la producción local. Pero también marca la recuperación fundamental de un público ávido de narraciones fantásticas, que a la vez entreguen desde la pantalla el reflejo de una identidad que se pueda sentir como propia.
En la larga lista de films exhibidos este año en Mar del Plata hay tres que, al menos en ese sentido, se destacan del resto y en el balance final han recogido los beneficios de una buena siembra. Se trata de Aballay, el hombre sin miedo, western gaucho de Fernando Spiner sobre cuento de Antonio Di Benedetto, que recibió el premio del público; el thriller Pompeya, de Tamae Garateguy, ganador de la competencia nacional gracias a un guión tarantiniano que combina humor ácido, sexo y violencia explícita, dentro de un relato suburbano claramente influenciado por el cine oriental; y la distopía humorística Fase 7, de Nicolás Golbart, candidata a convertirse en éxito de público y, quién sabe, película culto. Lo cierto es que tras diez años de Nuevo Cine Argentino, en los que la producción local creció en calidad y prestigio a base de grandes autores, buenas películas, premios internacionales y mucho esfuerzo, la perspectiva de ensanchar los horizontes hacia el cine de género es una noticia que habla de un saludable proceso de maduración. Más allá de las consideraciones particulares que puedan hacerse sobre esta edición del festival, sin dudas ha resultado un acierto programar estas tres películas.
El triunfo de El secreto de sus ojos en los Oscars, a principios de año, desató otra vez la discusión sobre qué tipo de cine debería financiar el INCAA. Está claro que quienes se ocultan detrás de esta pregunta lo único que pretenden es parcializar la mirada de lo que debería ser el cine argentino y buscar una oposición donde no la hay. “Quizás se trate de una falsa dicotomía, aquella que enfrenta al cine de género con el cine de autor”, escribió el crítico y programador Roger Koza en su sitio www.ojosabiertos.wordpress.com y tiene razón. ¿O hay alguien que imagine posible el resurgimiento del cine de género norteamericano en los ‘70, de la mano de sus nombres más notables (Coppola, Spielberg, Scorsese, De Palma, Carpenter y tantos), sin la experiencia previa del surgimiento de la figura del autor en Italia y Francia en las décadas anteriores? Será que la verdadera frontera es la que separa al cine bien hecho del otro y ese debería ser el criterio de selección para lograr amplitud y calidad.
Con el Nuevo Cine Argentino ya muerto como entidad novedosa y muchos de sus nombres instalados como autores respetables, tal vez no está mal pensar en el Nuevo Cine Argentino de Género como próxima etapa en la evolución. Una nueva generación de cineastas dispuestos a discutir los valores que sostuvieron sus antecesores inmediatos. Al fin y al cabo, de eso se trata la historia del arte.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura, del diario Tiempo Argentino.
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