Como el resto de las producciones de Cartoon Saloon, Wolfwalkers utiliza como plataforma narrativa un relato que se afirma en una cultura ancestral, en este caso la de Irlanda, conformando junto a El secreto de Kells y La canción del mar una verdadera trilogía basada en leyendas de origen celta. Igual que en buena parte de las mitologías europeas, distintas criaturas fantásticas ligadas a los elementos de la naturaleza ocupan un rol central en las películas del estudio. En este caso el paisaje elegido es el bosque, fuente de sustento para los residentes de la amurallada ciudad de Kilkenny, que en el siglo XVII se encuentra bajo el dominio británico. Los lugareños aprendieron a respetar (y temer) a los habitantes del bosque, los Wolfwalkers, seres mágicos capaces de convertirse en lobos y de controlar a las feroces mandas. Pero el señor feudal que representa a la corona inglesa quiere arrasar con la foresta para convertirla en territorio agrícola y obtener beneficios económicos. Pero para eso debe exterminar a los lobos.
Sin necesidad de grandes declaraciones retóricas ni subrayados ostensibles, Wolfwalkers consigue convertir una historia clásica en una metáfora social muy actual, en la que el respeto por la naturaleza entra en colisión con los intereses del poder económico. En otras palabras: ecología contra capitalismo, una de las grandes discusiones políticas del siglo XXI. Y como ocurre en las historias infantiles, acá también es una niña la que, a partir de su inocencia y determinación, oficiará de nexo entre ese conflicto de matriz materialista y una concepción del universo que busca mantener el equilibrio entre la cultura humana y el orden natural.
En consonancia con esa mirada, el trabajo realizado por Cartoon Saloon consigue establecer un balance casi perfecto entre las técnicas de animación tradicional, donde la mano del dibujante sigue siendo la herramienta fundamental, y los soportes digitales propios del cine moderno. El resultado es soberbio, porque el trazo del dibujo remite de forma directa al pulso humano, de la misma manera en que el diseño recupera el encanto bidimensional de las ilustraciones populares de la época en la que transcurre la historia. Un espacio en el que tradición y modernidad se combinan para conformar un universo con reglas propias. En ese sentido, las películas de Cartoon Saloon realizan con la tradición irlandesa una labor similar a la que el japonés Hayao Miyazaki consiguió crear en sus películas con la cultura ancestral de su país. La sola referencia representa un mérito para nada menor.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario