El título de la película remite al Barrio Mil Viviendas, uno de los más populares de la ciudad de Corrientes. Un conjunto de monoblocs cuya estructura Navas convierte en un laberinto que funciona como alegoría de las idas y vueltas (físicas y mentales) con que los personajes desandarán las mil y una bifurcaciones de la adolescencia. Relato de iniciación en donde lo individual se confunde con lo colectivo, la película construye un universo en el que Iris comparte casi todo su tiempo con Darío y Ale, dos hermanos que viven su homosexualidad de maneras muy distintas. El primero de forma abierta y provocadora; el otro con una sensibilidad no exenta de pesar. Las experiencias del trío están atravesadas por la doble realidad que les impone la existencia física, pero con la presencia constante de la vida digital, un nuevo campo de batalla por el que también fluyen emociones como el deseo y la agresión.
Son todas esas dualidades puestas en serie las que le van dando forma al laberinto emocional en el que Iris transita su amor por Renata, una chica más decidida y experimentada sobre quien pesan no pocos rumores. Los mismos que debe soportar cualquier mujer que decide ir más allá de algunas fronteras que el machismo les impone. Es la influencia de esa red de voces invisible la que sujeta a la protagonista, impidiéndole concretar lo que desea con plenitud. Pero ese amor en estado platónico también funciona para ella como un motor que la impulsa a ir en busca de posibles desvíos que la lleven más allá del camino de las convenciones. Sin necesidad de hacer grandes declaraciones retóricas, Navas consigue que Las mil y una funcione como espejo de esas realidades y fantasías. Uno en el que no está ausente la mirada de clase, trazando un mapa posible de la vida sobre los márgenes.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.
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