Los años ’80 son el origen de una mitología cinematográfica riquísima. No es casual el revival que en la actualidad abreva en dicha fuente buscando estimular en el espectador contemporáneo (haya vivido o no la época) la inmensa red de referencias que de ella surgen. De características sobre todo fantásticas, al universo de los ’80 lo define cierta ligereza pop a la que suele confundirse con vacuidad, con la explotación de una estética destinada al consumo pasatista. Sin embargo la mayoría de las películas que lo conforman no están exentas de una mirada política que expresa las inquietudes y temores de su era: el reaganismo y uno de los momentos más angustiantes de una Guerra Fría que, nadie lo sabía entonces, estaba a punto de terminar.
Terminator (1984) es un ejemplo de esa combinación de pulp que trafica una mirada sobre su contexto. El film convirtió a James Cameron en director fundamental de Hollywood en las últimas cuatro décadas y a Arnold Schwarzenegger en súper estrella. 35 años y seis películas después, Terminator: destino oculto busca reconectar con ese espíritu que el devenir de notorios pasos en falso no lograron borrar. De hecho el film pasa por alto todo lo ocurrido tanto en las dos secuelas de 2003 y 2009, como en el reciente reboot de 2015, para retomar la historia donde la dejó Terminator 2: el día del juicio (1991), el último film de la serie dirigido por Cameron. O casi, porque la nueva película niega la coda de aquel episodio dos, en el que Sarah Connor convertida en abuela disfrutaba de un futuro posible.
Eso no quiere decir que esta vez se trate de un paso firme. Aunque Destino oculto parecía tenerlo todo para revitalizar la saga (el salto al origen; el regreso de Cameron, esta vez como productor; el de Linda Hamilton al papel de Connor; la inclusión en el reparto de Edward Furlong, que había interpretado al John Connor niño de 1991; el omnipresente Arnold), en el balance final vuelve a tropezar con muchas de las piedras que se llevaron puestas las secuelas olvidadas. De hecho, aún aportando algún giro estimulante, comparte más elementos estéticos con el cine contemporáneo (ese al que Scorsese y Coppola definieron de forma injusta como “No-Cine”) que con aquel de los festivos ’80, y tiene más de refrito que de novedad.
Más preocupada por las explosiones y por los golpes de efecto que por el drama, puede decirse que de alguna manera Destino oculto es una película pavloviana, más interesada en hacer ladrar al público recreando escenas icónicas y obligando a los personajes a repetir (o reformular) los conocidos one liners de la saga, que por aportarle nuevo contenido. En ese marco no del todo alentador, la película también tiene sus aciertos. Mackenzie Davis y su casi metro ochenta es uno de ellos: la canadiense encarna con acierto a la aguerrida ángel de la guarda del futuro de la humanidad.
Otro es volver a colocar a la historia en un territorio de frontera que multiplica sus sentidos. Porque si desde lo fantástico la saga transita el límite entre el presente y el futuro, recordándole de paso al espectador que todas las decisiones que se toman hoy tienen un efecto en la construcción de mañana, en el plano de lo real la acción se desarrolla una vez más en la frontera sur de los Estados Unidos. Si Terminator 2 postulaba ya en 1991 a ese espacio como una zona de conflicto, en el cual la protagonista buscaba cruzar a México tratando de alejarse los peligros del mundo moderno, la nueva película realiza el recorrido inverso, encontrando a sus protagonistas en América latina y forzándolos a buscar una salvación al norte del río Bravo. El enemigo siempre es el mismo: la tecnología usada de manera irresponsable y la complicidad del poder.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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