Las buenas acciones no siempre se llevan bien con el cine. Los mensajes positivos, la militancia por las causas nobles o el papel de objetor de conciencia de la sociedad son un lastre al que pocas películas sobreviven. La raíz del problema no es difícil de identificar y puede resumirse con una vieja frase popular: el que mucho abarca poco aprieta. Es evidente que un director y un guionista ya tienen suficiente trabajo tratando de contar una historia de manera eficiente, como para además tener que preocuparse por salvar el mundo. Pero siempre hay alguien que lo intenta y todos los años aparece alguna película como A dos metros de ti, dirigida por Justin Baldoni, que enarbolando ese tipo de intenciones altruistas acaban fallando justo donde se supone que deben acertar: en el cine.
Es que esta película, que cuenta la historia de dos jóvenes que se enamoran en el hospital mientras están internados, tiene entre sus productores a la Claire’s Place Foundation, organización benéfica creada para apoyar “emocional y financieramente a las familias que luchan contra la fibrosis quística”. Misión loable, nadie lo duda, pero que da como resultado una historia tan acaramelada como dolorosa, por momentos también tierna, con una banda de sonido alimentada de pop melancólico, y que sobre todo no duda a la hora de cometer algunos excesos que es mejor no mencionar, con tal de asegurarse de que su mensaje se estampe en la cara de espectador con la fuerza de un cachetazo.
A dos metros de ti reutiliza el modelo Love Story, aquel clásico del “cine para llorar” en el que Ryan O’Neal enterraba a Ali MacGraw, pero se ahorra varios pasos. Meter a sus protagonistas en el hospital desde el comienzo es una señal clara: la película nunca oculta hacia dónde se dirige, un gesto de honestidad que debe ser reconocido. Y como si eso fuera poco, enseguida duplica la apuesta: debido a sus afecciones, los enamorados no pueden acercarse demasiado el uno al otro, mucho menos tocarse. De ahí el título.
La película intenta ser ingeniosa a través de sus protagonistas, obligándolos a imaginar formas para suplir ese contacto que se les niega. Pero por ese camino llega a extremos que coquetean con el absurdo, con escenas dignas de análisis freudiano en las que un taco de billar ocupa una oportuna función fálica. Pero todo muy light, porque esto no es Pasolini. Al final retuerce tanto la cosa que, en su afán de mantener a los tortolitos al borde del abismo, termina derrapando hacia lo risible. Tal vez los cineastas deberían evaluar la posibilidad de evitar la trampa de las buenas acciones como primer motor, para ocuparse de cumplir con su ley primera, la de contar una buena historia del mejor modo posible. Y dejar que el mensaje se las arregle solito con las leyes de Newton, para caer por el simple efecto de su propio peso.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.
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