Hay una frase, vieja pero aún con gracia, que intenta explicar la diferencia de carácter entre perros y gatos, el River - Boca de los animales domésticos, y las formas opuestas en que estos se vinculan con los humanos, en especial con aquellos que son sus dueños. La misma afirma que mientras los perros creen que uno es su Dios, los gatos están convencidos de ser el tuyo. El ingenio no radica en la humorada misma, que le confiere a los animales la capacidad de ser quienes definen los términos del vínculo con sus propietarios, sino en la forma velada en que esta caracteriza en realidad a las personas que eligen compartir su vida con un ejemplar de algunas de esas especies. Es decir, revela más acerca de las necesidades que los animales cubren en la vida de sus dueños que de la conducta del propio animal, que apenas se limita a obedecer las reglas que su propio instinto le imponen. De forma menos elíptica, la frase también ofrece una razón para entender por qué el ser humano ha elegido entregarle el título honorario de Mejor Amigo a los sumisos perros, priorizando su fidelidad por encima de la displicencia felina. Según la frase, la sumisión de los perros vendría a ser alimento para el ego humano, único animal de comprobadas aspiraciones divinas.
Ha sido ese aire familiar, esa declarada amistad, la que ha conseguido que los perros ocupen también muchas páginas en la historia de la literatura. Tantas y tan diversas que a la hora de abordar el tema en un espacio limitado, como este, se vuelve ineludible acotarlo del modo más estricto que sea posible. Y tratar de encontrar ejemplos que ilustren el vínculo desigual que liga a perros y personas en tanto mascotas y amos resulta una posibilidad atractiva. Si la muestra se reduce a unos cuantos relatos que calcen en el molde del cuento contemporáneo, con especial énfasis en la producción rioplatense, mucho mejor. Tres cuentos rioplatenses contemporáneos serán entonces los que sirvan como evidencia fáctica para probar que no es tanto que los perros necesiten creer en Dios, como que las personas se comporten como tal.
“¿Sabés qué fue lo último que me dijo? Me dijo que un perro puede llegar a ser un miembro más de la familia. Al que se puede querer como a un hijo y su pérdida puede ocasionar un dolor irreparable, pero que si desaparece, si un día falta, nadie llama a la policía, no hay en verdad un crimen, no hay burocracia, el mundo sigue girando como antes, como si nada...” El fragmento pertenece al cuento titulado, justamente, “Fidelidad de los perros”, incluido en el libro Familias de cereal del argentino Tomás Sánchez Bellocchio, donde a falta de uno son dos los amos que actúan con la omnipotencia de un Dios . En él se relata el regreso de Tantor, el perro de una familia de clase alta que llevaba perdido unos años. Suficientes como para que los padres hayan consentido en realizar un funeral simbólico en el fondo de la casa. Pero un día Tantor vuelve, aunque no lo hace por su propia voluntad sino que es devuelto por un amigo, tal vez el único que tiene papá, quien se había quedado con él todo ese tiempo. Lejos del arrepentimiento, la devolución obedece a que ya no puede seguir quedándose con el perro. Sin embargo no se trata de un robo, sino que fue Tantor quien eligió quedarse con él, luego de escaparse varias noches seguidas de su casa para ir a pasarlas bajo la ventana del otro, hasta que un día se quedó ahí y el amigo nunca dijo nada, aunque sabía que lo buscaban. El regreso indigna al padre tanto como alegra a sus hijos. Al principio el enojo es con el amigo pero pronto, con un razonamiento que funciona con la misma lógica dañina del machismo, el hombre culpa al perro por su infidelidad y con el mismo espíritu vengativo de los dioses olímpicos, somete a la mascota a una serie de siniestros actos de humillación mientras el resto de la casa duerme.
El segundo libro de cuentos del uruguayo Agustín Acevedo Kanopa, Historia de nuestros perros, se parece a una sesión espiritista en la que los fantasmas de distintos perros se pasean por una serie de relatos que nunca los tienen como protagonistas directos, pero cuya presencia se fortalece desde un fuera de campo de potencia casi cinematográfica. El procedimiento se percibe con claridad en el cuento “La memoria de los peces”, en el que reproduciendo el flujo en apariencia aleatorio del pensamiento de un hombre, el autor va montando una sucesión de elementos en cuya suma final se corporiza una contundente y desoladora sensación de angustia. El narrador comienza evocando su infancia, las pequeñas epifanías que le permiten ir descubriendo los mecanismos que gobiernan la realidad a partir de la experiencia simple de pescar junto a su abuelo y manipular la vida de los peces. De ahí a la noción de poder y a la posibilidad de ejercerlo siempre sobre las criaturas más débiles, hay un solo paso. Acevedo Kanopa maneja con maestría el discurso neurótico de su personaje, haciendo que sus obsesiones vayan surgiendo de forma casi espontánea, como si no hubiera en ello un trabajo literario sino el discurso libre de un paciente de espaldas al psicoanalista. Profesión que, no casualmente, también ejerce el autor. La serie recala en un momento sobre su hija, sobre una mirada en particular y una pequeña cicatriz en su rostro que a él le recuerda los momentos más difíciles de su joven familia. Época de la cual la adolescente no conserva memoria alguna, pero que en el narrador hacen surgir la culpa como pus de una herida vieja. La niña está convencida, porque se lo han hecho creer, que aquella cicatriz es producto del ataque de un perro que tuvieron cuando era una nena, pero que en realidad nunca existió. Como un Dios culposo y violento, como un mal amo que carga el pecado de su cobardía sobre el fantasma de un perro imaginario, el narrador no consigue tener siquiera el consuelo de su propia piedad.
Los cuentos de César Aira suelen despegarse bastante del tono de sus novelas. En ellos se percibe con claridad su integración en la genealogía del cuento argentino. O al menos eso pasa con muchos de los incluidos en el volumen de Relatos reunidos y de manera especial con aquel titulado simplemente “El perro”. Su estructura es sencilla: un hombre descubre que un perro persigue al colectivo en el que va viajando. El trayecto avanza pero el perro no se detiene; corre y ladra, como si quisiera alcanzar al vehículo. Para los pasajeros al principio es divertido, pero pronto se empiezan a mirar entre ellos, como buscando al culpable de un hipotético caso de maltrato animal. El narrador quisiera que el perro se fuera y pronto al lector le queda bastante claro que ambos se conocen. La historia termina con una vuelta de tuerca que recuerda los finales redondos (a veces demasiado redondos) de los cuentos de Abelardo Castillo y esa parece ser la genética del cuento airiano. Sólo que acá, como si se tratara de un vengador anónimo, del Charles Bronson del género canino, acá el perro consigue representar un breve acto de justicia que parece demostrar que no hay Dios al que no se le pueda morder la mano.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
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