“En el principio era la palabra” dice el comienzo del Evangelio de San Juan y la frase puede servir para hablar de la película Viene de noche. Si en muchos mitos de origen, incluidos los del cristianismo, la palabra divina es la fuente del relato, este segundo largometraje del director Trey Edward Shult también nace de una palabra y esa palabra es “miedo”. Es sólo a partir de él que puede comprenderse esta historia que vuelve sobre el tópico de un fin del mundo en el que se combinan causas biológicas y sobrenaturales.
Es el miedo lo que mantiene encerrados en una vieja granja abandonada a la familia formada por Paul y Sarah junto a su hijo adolescente Travis. Un miedo con muchas caras que la película comienza a mostrar desde el primer minuto.
En una habitación rústica los protagonistas lloran junto a un hombre viejo y enfermo. Todos llevan máscaras para respirar, así que sólo es posible reconocer su dolor a través del sonido y el lenguaje corporal. Sarah es la que más sufre, porque el moribundo es su padre. Los dos hombres se llevan al viejo todavía vivo en una carretilla hasta una fosa cavada en medio del bosque y ahí Paul lo sacrifica de un tiro en la cara. Luego arroja el cadáver al pozo y lo incinera. Aunque toda la secuencia está cargada de un alto impacto, al que la película volverá a apelar en varias ocasiones, Viene de noche se caracteriza por asestar sus mejores golpes con sutileza. En el equilibrio que el director consigue entre ambos recursos se encuentra el poder de este trabajo.
Aunque nunca se sabrá que pasó, está claro que esa enfermedad ha diezmado a la humanidad y que ese es el motivo por el que esta familia vive aislada. Sin embargo el virus no es la única causa que explica el encierro. Algo habita en las noches, allá afuera, algo que es necesario evitar. Shult construye una realidad en la que el universo se ha reducido para los protagonistas a la mínima expresión de los inmediatos vínculos familiares que los unen. Por eso cuando aparece otro hombre la primera reacción también es la de una violencia nacida del temor. Así como la noche trae consigo un miedo por una otredad velada (ese “it” intraducible del idioma inglés), la presencia humana genera un miedo mucho más concreto, que es el que producen los otros, iguales a uno pero extraños.
La película utiliza con inteligencia el espacio de la casa, completamente tapiada con excepción de una única puerta de salida, para oponerlo a la inmensidad de un exterior convertido en un territorio de una amenaza múltiple. No deja de ser sugestivo que esa puerta roja que separa la seguridad del encierro del peligro exterior, se encuentre al final de un pasillo decorado con una fila de retratos familiares que subrayan lo siniestro. Tampoco lo es que sea en Travis, el adolescente, en quien se materialice el producto de una ansiedad hecha de sueños, fantasías y deseos, circunstancias que, como señala el título, suelen venir con la noche. Como el miedo.
El de Shult no es el único film reciente en abordar la extinción de forma minimalista, más cerca del tenso drama íntimo que de la superproducción. Pueden mencionarse En lo profundo del bosque, de la canadiense Patricia Rozema; la argentina El desierto, de Christoph Behl; o la danesa Ellos te esperan, de Bo Mikkelsen. En todas ellas se trata menos de retratar la lucha que el individuo debe realizar para sobrevivir entre una multitud en la que lo humano se ha vuelto ajeno, que de ensayos acerca de la construcción de vínculos emotivos ante el abismo de la nada. Ese es el duelo que transitan los personajes de Viene de noche, cuyo gran interrogante gira en torno de la alienación de lo humano al ser empujado al grado cero de la civilización, con el miedo convertido en el último vestigio de humanidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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