Llegó a su fin la segunda temporada de MasterChef, la saga televisiva que nuevamente puso a competir a un grupo de cocineros más o menos aficionados bajo la atenta curaduría de un trío de grandes maestros de la alta cocina, que durante varios meses concitó la atención popular como pocos de los exponentes de este formato ya envejecido -el reality show- lo habían hecho en los últimos años. Y, tal vez como ningún otro de los de su clase, expuso de qué se trata eso de hacer de la realidad un show. Porque ya con el juego concluido y pudiendo apreciar el texto completo de la historia que el programa se dedicó a contar, no caben dudas de que detrás hubo un estupendo trabajo de escritura. Quien crea que lo que vio semana a semana en esta atrapante entrega por capítulos fue nada más que la realidad, se habrá equivocado: MasterChef involucró un soberbio trabajo de montaje, de construcción a partir de la realidad, que propuso un anacrónico retorno al relato épico. Ese en el que los héroes se batían por el honor y la gloria, usando sus mejores armas y ante la mirada de un panteón de dioses siempre dispuestos a intervenir. Aquellos que hayan disfrutado de MasterChef, pero todavía no hayan leído La Iliada, háganlo. En sus páginas encontrarán un grupo de divinidades casi tan poderosas como Christophe, Tegui y Donato, y dos héroes fabulosos como Aquiles y Héctor que, igual que Alejo y Martín, tampoco tenían apellidos. El enfrentamiento entre ambos es el clímax del eterno poema homérico: el triunfo será para Aquiles, el arrogante, casi inmortal, el invencible; la gloria para el humillado Héctor que, adorado por su pueblo y aún en la derrota, no puede evitar convertirse en el verdadero héroe de la historia.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Tiempo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario