El estreno de Arrebato, de la directora Sandra Gugliotta, vuelve a poner en evidencia el peso que el cine argentino reciente ha cargado sobre la estructura del policial, a partir del éxito de El secreto de sus ojos. Desde que en 2009 se estrenó la de Campanella, gran parte de las películas argentinas más exitosas en términos comerciales pertenecen a este género, que se ha convertido en una plataforma segura para intentar tomar por asalto las boleterías pero sin caer en el barro de géneros menos prestigiosos. Fuera de los que tuvieron a Ricardo Darín por protagonista –en donde no es posible determinar si el éxito debe atribuírsele al género, al actor o a la sumatoria de ambos factores-, títulos como El corredor nocturno (2009, Gerardo Herrero), Sin retorno y Betibú (2010 y 2014, ambas de Miguel Cohan) y hasta Muerte en Buenos Aires (2014, Natalia Meta) validan el poder que el policial ha acumulado en estos años. Arrebato se ubica dentro de ese rango.
Como ocurre en los casos mencionados, Gugliotta también se apoya en la presencia de una figura como Pablo Echarri, una apuesta que busca traducirse en éxito comercial. Habrá que ver si el actor logra posicionarse de cara al público como una alternativa posible a la Darín-dependencia. Desde lo narrativo, la directora intenta armar una trama intensa de idas y vueltas en la que la ficción y la realidad dentro de la ficción se contaminan mutuamente, desdibujando el límite que las separa (pero no tanto) hasta que la vida privada acaba siendo infectada por el submundo oscuro al que desciende el protagonista.
El disparador de la película es efectivo. Luis (Echarri, sosteniendo de manera eficaz su responsabilidad protagónica) es un docente universitario y escritor de policiales que investiga un crimen sórdido como parte del trabajo previo para una futura novela. Así conocerá a una viudita alegre/femme fatal (Leticia Bredice, sobreactuada, pero no más que de costumbre) acusada de matar a su marido, quien con su mirada cínica potenciará el lado paranoico del escritor hasta hacerlo dudar incluso de la fidelidad de su propia mujer (Mónica Antonópulos, haciendo buenos aportes a la tensión dramática y erótica). Con una construcción cinematográfica más o menos clásica en cuanto a la linealidad de la narración, con una fotografía correcta y una banda de sonido apropiada aunque algo excedida, los problemas del opus tres de Gugliotta no tienen que ver con lo técnico, sino más bien con abordar el género desde un lugar seguro. Una falta de riesgo que tiene relación directa con la forma en que el cine argentino suele abordar el policial, mas como imitación que como adaptación del cine norteamericano. Tendencia que se manifiesta en lo que podría definirse como “excesos de ambientación” que pretenden “internacionalizar” la forma en que se perciben los escenarios en los que se desarrollan las acciones. Una intención que en un film fantástico resultaría menos evidente, pero que en un policial de corte realista equivale a lesionar parte del verosímil.
Pero más allá de la sumatoria de pequeños detalles que revelan ese carácter imitativo, no es eso lo que convierte a Arrebato en un policial fallido. El verdadero inconveniente es aquel que ningún relato del género debería permitirse: los cabos sueltos. Porque Gugliotta a veces interviene de manera apurada, forzando la maquinaria policial, resignando en el camino precisión y pasando por alto detalles nada menores. Detalles que, sobre el final, hacen que los engranajes del relato se zafen, produciendo inconsistencias que vulneran lo esencial para asegurar el éxito del género: la confianza del espectador.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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