Foto Mariano Espinosa
Los escritores no son raros: son raras las personas. De hecho Elvio Gandolfo, que entre otras cosas es escritor, no tiene absolutamente nada de raro. Al menos no más de lo que pueda tener cualquier otro de los que caminan por Buenos Aires. Sólo que en lugar de ser contador público o maestro mayor de obras, escribe libros. Entre otras cosas.
La idea es charlar de libros con él, que justo acaba de publicar tres en menos de un año, todos bien distintos entre sí. Uno para chicos (Una gorra colorada en el Fin del Mundo), un policial a cuatro manos (Los muertos de la arena), y el tercero, un increíble catálogo de textos sobre otros escritores, cuyas identidades se encargó de preservar. En The Book of Writers, que así se llama el libro, Gandolfo se permite admirar, discutir, y hasta compadecerse y ser cruel con estos escritores, concediéndoles el beneficio del anonimato. Es que dentro de ese señor bajito, fornido y de ojos claros y traviesos, Gandolfo es un caballero. Pero también es ingenioso y no se permite ser aburrido. Nos conocemos hace apenas algunos años, pero esos pocos encuentros me han hecho apreciarlo casi tanto como lo respetaba desde antes, cuando sólo había leído algunos de sus libros y traducciones. Por eso la entrevista resultó sencilla y por momentos fue más charla que trabajo. Y como a él le encanta conversar, algunas respuestas fueron olvidando las preguntas originales, sepultadas por la elocuencia y el carácter expansivo de Gandolfo, que lo lleva a enhebrar un tema tras otro, porque en su cabeza una compleja trama une a todo con todo.
The Book of Writers es un proyecto que pasó por varios estados antes de ser al fin editado. Gandolfo tenía la idea de hacer algo más grande, contando más de sus historias con otros escritores. “En este caso, la idea era hablar de otros escritores de una manera un poco críptica, esquivando el chisme”, dice, “por eso lo menciono a Henry James, que lo hizo muchas veces, tiene muchos cuentos y novelas de escritores, igual que Stephen King. Leyendo a ambos aprendés.” Sin embargo, el resto de sus ocupaciones lo fueron llevando en diferentes direcciones que le impedían continuar. Cuando le pidieron material para un libro chico recordó lo que ya tenía escrito: “primero me dije ‘por qué no le doy los dos textos más largos que tengo’, para seguir trabajando con el resto del material. Pero después me arrepentí y decidí darles todo lo que tenía escrito y chau.”
–¿Escribir sobre colegas tiene algo de mirarse en el espejo?
–No. Para mí el escritor es más común que el más común de los mortales y esa idea te saca todo intento de hacer sanata. Siendo escritor, de alguna manera vos manejás mundos, hagas o no fantasías, y te podés agarrar el raye de la cosa demiúrgica: “Yo soy el tipo que crea”.
–¿Existe un mundo de escritores? ¿Un mundo de tics y manías que comparten los escritores?
–Hay países que le dan más bola a eso. A veces de manera ridícula, en Francia por ejemplo. Durante mucho tiempo compré la revista Magazine Littéraire, que todos los años editaba el número de la Rentré, que es cuando desembarcan todas las editoriales con las ediciones a las que le van a apostar fuerte esa temporada. Cada año serían unos 100 libros, todas novelas. Ponele que de esas, 50 vinieran con la foto del autor, y de esas 50, en 39 el autor posaba con un cigarrillo. Pasa que con la globalización vino el nuevo concepto de mercado, que hizo trizas el mundillo de escritores de cualquier país, incluida la Argentina. Acá todavía se resiste un poco, porque somos una mezcla rara de modernización con cosa retro, todavía hay grupos de escritores. Pero en Norteamérica, que también tenía eso, se hizo trizas. Nunca más podés hablar de cultura alta o baja: ahora todo es una melange indistinguible. Hasta que la empezás a revisar. Antes era tajante. Elliot la tenía re clara: para él Poe era un imbécil que no sabía escribir ni cuento ni poesía. Es que él era un tipo de cultura alta y, coincidiendo con todos sus prejuicios, lo veía al otro como de cultura baja: un borracho que escribía cuentos de terror. ¡Todo mal!
–Hay algo que me resultó atractivo de este libro que tiene que ver con esa idea de no mencionar el nombre de la persona que está detrás del personaje.
–Hubo gente a la que le tocó hacer la crítica del libro que arriesgó, y arriesgó mal. Me llamó la atención. Porque hay algunos donde las referencias son obvias, como Zelarrayán, que es el personaje al que llamo El Zorro.
–En ese personaje, aunque no daba la edad, yo veía cosas de Fogwill.
–Bueno, pero ahí hay algo piola: te hace acordar a un tipo que se parecía al otro. Porque Zelarrayán es el pre-Fogwill y Fogwill es el post- Zelarrayán. Eso es lo bueno, y lo que me hizo afirmarme en la idea de no revelar quiénes se esconden detrás de algunos de esos relatos. Porque además, como han pasado más de 15 años desde que lo escribí, ellos también han cambiado. Cuando escribí esos textos, la figura de Zelarrayán había desaparecido, por eso el texto se llama “Acto de desaparición”. Vos se lo mencionabas a la gente de Letras y no tenían ni idea de quién era. Por eso creo que en el caso de Zelarrayán corresponde hacer la revelación.
-También ese misterio de los nombres no dichos convierte un poco al libro en un enigma a resolver, lo que en principio lo liga con el policial.
–No tanto en este caso. Porque acá el enigma funciona sobre todo porque no se devela, mientras en el policial funciona porque el enigma se devela siempre.
–Es curioso sin embargo que otro de los libros que publicaste recientemente sea justamente un policial, Los muertos de la arena, que tiene esta cosa poco usual de estar escrito a cuatro manos.
–Eso fue así porque cuando me hicieron la propuesta me dieron muy poco tiempo para entregar. Y como me conozco y sabía que no lo iba a poder hacer, pensé en Gabriel Sosa, porque acababa de irse de un diario y en tiempo récord había armado un librito de cuentos excepcional, que todavía no editó. Entonces se lo propuse a los editores y les dije que si él aceptaba, yo también. Lo más raro de la experiencia, aunque parezca sanata, es que cuando terminamos de escribir el libro y empezamos a corregir, no nos acordábamos bien quién hizo cuál capítulo. Salvo lo obvio: las tres biografías de los personajes, por ejemplo, las hice yo. Y Sosa es muy bueno con el humor, así que se encargó de toda esa payasada con los pibes en la conferencia sobre historietas. ¿Vos la leíste? ¿Cómo te sonó?
–Me gustó bastante. En un momento pensé que estaban planteando un juego policial sin solución.
–No: eso a mí me calienta. Esta de Piglia, Blanco nocturno, tiene algo de no resolución. Y la plantea de manera policial. Eso me calentó, porque hay un código, que es lo que te gusta de las grandes policiales. Pero cualquier género (la ciencia ficción, el terror, el policial) acumula también una parte de necrosis enorme, entonces cuando empezás y decís “esto va a ser así y así” y después de curiosear efectivamente es así, no seguís leyendo. Después está el tipo que apuesta a jugar con todas las cartas del género, pero te va a hacer una que va a estar bárbara, porque es un virtuoso. Hammett es un tipo admirable por completo y es el que más me gusta. Chandler también me gusta, pero Hammett tiene una cosa especial que no la tuvo nadie más que él, de una conciencia casi tipo Bertold Brecht. En Cosecha roja sobre todo. Hammett tiene una frase que para mí es una especie de faro teórico-literario. Después de ver una policial le preguntan qué le había parecido y él dice: “Es peor que mala: es casi buena.” Y es cierto, porque cuando algo es casi bueno ¡te agarrás una calentura! Porque decís “¡Hijo de puta! ¡Tenías todo en la mano y lo desperdiciás!”
–Vos recorriste asiduamente los géneros.
–Mucho más la ciencia ficción y la fantasía que la policial. Lo que pasa es que la policial se terminó imponiendo de manera aplastante. Hoy casi no existen los otros géneros. Lo he leído mucho, pero no tanto, y me entusiasma menos que los otros dos géneros, que me parecen más abiertos.
–Con Sosa compartís esa pasión por los géneros, el cine, la historieta.
–Totalmente. Es un maníaco que baja películas sin parar y yo se las encargo. Y además tenemos la amistad. Él fue primero amigo de mi hija y a través de ella nos conocimos.
–También publicaste Una gorra colorada en el Fin del Mundo, un libro infantil.
–Pero es lo único que hice hasta ahora. Está armado a partir de dos historias; la primera la hice para la revista Humi, que la dirigía un tipo fantástico que era Fortín. Después, la Feria del Libro de Montevideo editaba un libro con cosas para niños, y entonces escribí el resto. Y juntas quedaron bien. Me gustaría que, como a muchas personas, me rinda económicamente. Ojalá. Porque me tiene un poco harto, cuando llevo tantos años en el territorio, que lo literario rara vez me rinda. Ahora se reeditó un librito en España y anduvo excelente en la crítica, todos lo pusieron por arriba. La última se publicó hace poco en Babelia, el suplemento de libros del diario El País. Pero el adelanto fue ínfimo y no sé cuándo voy a volver a ver un mango. Parece que la única forma es un premio o algo así. Lo que pasa es que me da fiaca y siempre llego tarde.
–¿Es contradictorio depender del arte para vivir?
–Es que las canaletas de edición hoy son demenciales. Los grandes grupos no distribuyen en el resto del mundo lo que editan en cada país. Nunca te enterás lo que se publica, básicamente por cuestión de contaduría y traslado.
–¿Creés que hoy se publica demasiado?
–De más se publicó siempre. A partir de la evolución de las máquinas de impresión en el siglo XIX, se publicó siempre un 80% de basura. Es la frase famosa de alguien, que si no me equivoco era Sturgeon, que cuando le preguntaron si el 90% de la ciencia ficción era basura respondió que el 90% de todo es basura. Y es cierto: el 90% de la literatura es basura.
–¿Pero se la puede considerar literatura desde ese lugar?
–No, no, justamente la que se considera literatura, la literatura “seria”, es un 90% basura. Y neutra, además, porque la basura copada es buena. Pero la neutra la probás y parece papel higiénico mascado. Hay una línea de novelas que todas las editoriales producen específicamente para venderles a las mujeres, que se sabe son las que más compran, donde Isabel Allende es Shakespeare al lado de la mayoría.
–¿No te parece abominable la idea de producir o segmentar la literatura pensando en términos de género?
–Pero es así desde el siglo XIX, siempre hubo mucha porquería. Hoy querés leer buena parte de la literatura “buena” de los ’60 y le pedís por favor a Dios que te saque ese libro de adelante. En serio: he hecho el intento. Hay algo que se perdió y ya no sabés qué pasó.
Muchos Elvios para un sólo Gandolfo
–Sos escritor, periodista, crítico, traductor, editor de un suplemento de cultura, dirigiste alguna que otra publicación. ¿Cómo conviven todos esos Elvios en un solo Gandolfo?
–Algunos van desapareciendo. Actualmente siento mucha necesidad de tener tiempo, de no tener un laburo sino de poder dedicarme. A su vez, la tarea destinada a producir un ingreso que me lo permitiera o una beca, sencillamente me agobia. Esa cosa de la voluntad humana que se cumple, es una idea muy marxista que es falsa. No todo tiene una explicación de voluntad y concreción. Hay una zona que, aunque no escribas, te hace escritor, te hace percibir de una manera. Y es muy fácil que esa zona se ensucie.
–¿Te desgasta el rodaje diario del periodismo?
–No, al contrario: me gusta mucho. Porque además te alimenta esa zona que tiene que estar libre, tiene que seguir percibiendo todo el tiempo, porque no es automático, sino que tiene que seguir integrando cosas. Te diría que gracias a ser periodista cultural accedí a muchas cosas que, si no, no las hubiera leído nunca.
–¿Pero no te desgasta a la hora de sentarte a escribir literatura?
–Ahí es donde tenés que hacer una especie de arte marcial del aprovechamiento del tiempo. A esta altura, en mi trabajo como armador de un suplemento cultural, me tiene paspado más que nada esa zona de corrección de originales, corrección de esto y lo otro… No de manera trágica, claro, pero cansa. No así la parte de producir: leo la novela de Murakami, que me dio vuelta la cabeza, y como estoy en el Cultural pude hacer una nota. Y ahora que tuve tiempo de releerla puedo decir que está buena. Con hacer seis o siete cosas de esas al año, ya me justifica. Por eso acepto mucha cosa adicional, como hacer prólogos, porque pasa lo mismo: te ordenás un poco y en la relectura descubrís cosas que se te habían pasado y te siguen alimentando.
–Se nota que disfrutás de los dos lugares que te ofrece la literatura, de leer y de escribir. Pero con el cine, ¿sentís que tenés alguna cuenta pendiente?
–Hice alguna cosa, pero la evolución del cine hizo que hoy existan puntas que tampoco me interesan. Se perdió lo que había logrado la Nouvelle Vague y el cine de los ’60, que básicamente era hacer un cine barato que funciona espectacular. Eso es lo que logran hoy los tipos de China, Corea, Japón: consiguen hacer trucos baratos que no se pueden creer. En cambio los yanquis necesitan plantear la cosa con 70 palos verdes.
–Decías que algunas variedades de Elvios Gandolfos se han ido perdiendo, pero también aparecieron otras: ahora sos actor.
–Bueno, ahí tenés un caso extremo, porque esa película, La balada de Vlad Tepes, de Guzmán Vila, fue hecha casi con presupuesto negativo. Como está filmada con cámara digital, casi no tiene gasto.
–¿Pero vos cómo te sentiste?
–Ah, bien. Somos todos amigos de hace años. Fueron dos películas, la otra se llama Sangre en la mondiola, y en las dos hice de un cura. En la primera era más en joda y en la segunda ya más dramático. Nos divertimos mucho.
Entrevista publicada en originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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