martes, 26 de septiembre de 2006

CINE - La marcha de los pingüinos: entre la belleza y el lugar común.

Una larga caravana avanza a través del desierto helado. Vienen a pie, lentamente. Nada los detiene: ni la noche, ni el miedo, ni el cansancio. No los detiene el frío. Los peregrinos desandan el camino que alguna vez antes que ellos, ya han recorrido sus padres en busca de la tierra prometida.

Sin más detalles que esta breve síntesis, este podría ser el argumento de una película épica: Moisés y los suyos saliendo de Egipto; colonos norteamericanos avanzando en la conquista del oeste salvaje; un grupo de cosmonautas perdidos en las llanuras áridas de Fobos o Deimos, las lunas marcianas. Sin embargo ninguna de estas opciones es correcta. Y más aun: los protagonistas ni siquiera son humanos.

La marcha de los pingüinos es el título de este exitoso documental francés, al que la traducción - mal innecesario - le ha hecho perder el encanto del título original (Marche de l´Empereur; literalmente, La marcha del Emperador, en referencia al nombre de esta raza de pingüinos gigantes). Ya veremos que el Mal del Doblaje, provocado por la sobre adaptación de los productos al mercado latino, no es la única de las calamidades que la película debe soportar.

El documental llega precedido por sus blasones y lauros. Desestimada por Francia para ser enviada a la preselección de candidatas a los Oscar, en el rubro Mejor Película en Idioma Extranjero, el film se llevó el premio al mejor documental, impulsado por su distribuidora norteamericana.

Centrada en el retrato del largo y particular ciclo reproductivo del pingüino emperador, La marcha de los pingüinos propone un acercamiento distinto entre la historia que se cuenta y el público. Lejos del esquema del documental tradicional, al que podríamos hasta tildar de positivista, en los cuales las imágenes se presentan como la evidencia en un juicio, y en donde la voz en off ofrece un relato desapasionado de los hechos empíricos, recolectados a partir una seria investigación científica, los creadores de esta película proponen una forma personal de hacer ese mismo camino.

Es cierto que esta realización cumple con principios informativos o pedagógicos, básicos y necesarios en cualquier documental. Sin embargo, hay también una búsqueda estética que va más allá del hecho reiterado de fotografiar bellos o exóticos paisajes. Hay aquí también la intención manifiesta de poner a la belleza como objetivo primordial y por sobre todo, una lectura personal de “lo bello”.

Tal vez suene a exageración (y lo es en realidad), pero en ese sentido este documental puede asociarse estéticamente a aquellos otros dos, El triunfo de la voluntad y Olimpia, que hace más o menos 70 años, la prodigiosa directora alemana Leni Riefensthal realizó por encargo directo de Adolf Hitler, con el objetivo de retratar el esplendor de aquel intento imperial. Más allá de los méritos y de las objeciones que puedan hacerse de uno u otro caso, queda claro que la belleza no habita en el mero retrato del objeto, sino en la visión subjetiva de quien es capaz de hacer una interpretación única.

Y allí está lo más valioso de La marcha de los pingüinos: la concepción del producto como un posible hecho de arte por encima de la mera investigación científica. En la pantalla, un caprichoso bloque de hielo, la vista panorámica del paisaje submarino, o el amontonamiento de miles de pingüinos en medio de una tormenta de nieve, muchas veces se vuelven estructuras gaudianas o las imágenes oníricas de la obra de Max Ernst o de Salvador Dalí.

Por el contrario, a partir de un guión con pretensiones poéticas, el relato en off tiene también una intensión literaria que intenta ser afín a las pautas estéticas que se plantean desde lo visual. Sin embargo, el intento queda opacado simplemente por eso, por quedar en intento, y nunca alcanzar el nivel al que llega el desarrollo visual. Durante toda la primera parte, una voz masculina y otra femenina, todavía son capaces de atraparnos con la representación “teatral” de Don Pingüino y Doña Pingüina, aun sin alcanzar el rango de poesía que uno intuye que los realizadores pretendieron imprimirle al relato. Pero con el nacimiento de los “polluelos”, todo el asunto se desbarranca con intervenciones que parecen sacadas de tarjetas de cumpleaños baratas. Cosas como “¡Oh! Hago mi primer paseo solito” (el pingüinito camina por primera vez, claro), o “Me siento a gusto a tu lado” (cuando está junto a la madre), hacen que se pierda la unidad con el resto del relato, que hasta allí se había mantenido mucho más sobrio, aunque pretencioso.

Más allá de esto, la película es una opción novedosa y entretenida para públicos de todas las edades. Sólo queda desmentir el trascendido malintencionado que indica, no sin dobleces, que La marcha de los pingüinos sea el título de un inminente himno transversal. Como dice el periodista, no creas todo lo que oís.

(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.info/cultura.php)

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