Sin embargo, la tendencia al manierismo, que convierte a sus películas en ejercicios barrocos signados por la exuberancia estética, aparecía como una incógnita. No es que los excesos (estéticos y de los otros) no formaran parte de la vida y obra de Elvis. Para probarlo están los shows que dio durante sus últimos siete años en Las Vegas, tan recargados como épicos, que coinciden con la etapa en que la depresión lo empujó a abusar de los fármacos y tranquilizantes que colaboraron en su temprana muerte. Pero también está el origen humilde en uno de los barrios más pobres de la ciudad de Tupelo, en el muy sureño estado de Mississippi, donde se nutrió de la cultura negra sobre la que edificó su carrera y donde lo único excesivo eran las carencias. El mismo camino del héroe por el que pasaron, antes y después, tantos ídolos populares de acá y de allá, de Muhammad Alí a Maradona y de Michael Jackson a, por qué no, L-Gante. Luhrmann consigue que su estilo afectado le haga honor a la figura del legendario cantante (interpretado con solvencia por Austin Butler), yendo de un extremo al otro de su vida.
Organizada en segmentos bien definidos –infancia, surgimiento, éxito, rebelión, aburguesamiento, renacer, decadencia y muerte—, que el director va enhebrando no siempre con la misma fluidez, el recorrido de Elvis cuenta con un narrador que se encarga de guiar al espectador por una historia que es menos laberíntica de lo que el deslumbrante despliegue hace parecer. Y que, ciertamente, es mucho menos compleja de lo que fue en realidad, reduciendo grandes etapas para concentrarse en otras. O acentuando determinadas características para (casi) pasar por alto muchas más. Como la paranoia y la megalomanía del Elvis final, que aparecen muy bien retratadas en, por ejemplo, Elvis & Nixon (Liza Johnson, 2016), donde Michael Shannon realiza una tremenda interpretación del cantante.
Quien guía el relato es Tom Parker, alias el Coronel, representante y hombre de confianza de Elvis, lo cual no hace de él una persona de fiar. A pesar de su mala fama, es su punto de vista el que ordena la acción. Una perspectiva que le permite al director replicar el mecanismo que articuló el vínculo entre ambos personajes en la vida real, haciendo que el Coronel, en la piel de Tom Hanks, trate de enroscarle la víbora al espectador igual que antes hizo con Elvis. Por su parte, aquí el cantante es retratado como una víctima constante de esa hábil manipulación, exculpándolo de la responsabilidad de las que, es evidente, fueron malas decisiones. Todo eso deja claro cuál es la respuesta que Luhrmann encontró para aquella pregunta inicial: la mejor forma de filmar un mito es mantenerlo siempre en el aire, como un prodigio de la naturaleza que debe luchar contra las oscuras fuerzas terrestres que buscan devorar su luz. Por eso la película apenas toca su trágico final, presentándolo casi como una ascensión, un paso a la inmortalidad antes que una muerte. Y está bien.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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