El retrato que el cineasta francés Nicolas Parisier realiza en Alicia y el alcalde, su segunda película, parece confirmarlo. En ella utiliza la relación que se establece entre el alcalde de la ciudad de Lyon, una de las tres más importantes de aquel país, y una profesora de filosofía que de forma kafkiana termina convertida en su principal asesora, para exponer un escenario en el que la política no podría encontrarse más lejos de la realidad.
Ya desde el comienzo la historia desborda absurdo. Alicia dejó un cargo en Oxford para aceptar otro en la administración pública de la ciudad francesa. Sin embargo, al llegar al palacio municipal le informan que dicho puesto ya no existe, pero que, burocracia mediante, han creado otro ad hoc para que ella lo ocupe. La labor que le encargan también resulta inverosímil: pensar ideas para compartirlas con el alcalde. No proyectos ni acciones políticas: solo ideas, en el sentido más filosófico del término. Parisier utiliza el personaje de Alicia como guía para introducir al espectador en ese universo extraño y ajeno, que es presentado como una maquinaria fría y deshumanizada pero aceitada, donde rige el más estricto verticalismo y las acciones no necesariamente tienen sentido. La confusión de Alicia será la del espectador, de la misma manera en que también lo será su gradual comprensión de la particular lógica que motoriza ese territorio, hasta ahora extranjero para ella.
Por su parte, el alcalde se presenta ante su nueva asesora como una persona que ha perdido la libido que lo unía a su vocación. Una crisis que se manifiesta justamente en la dificultad para pensar, para generar ideas que motoricen su acción como líder político. Si dentro del universo de la película Alicia asume un rol activo, una suerte de exploradora en territorio salvaje, la figura del alcalde aparece sensible y vulnerable, aunque oculta detrás de una fachada de eficiencia e iniciativa. Una fragilidad que el funcionario solo se permitirá exponer ante Alicia, quien sin proponérselo irá ganando cada vez más espacio en el círculo de mayor confianza, generando recelos.
Pujas de poder; proyectos que benefician más a sus impulsores económicos que a los ciudadanos; laberintos burocráticos; acciones que parecen carecer de sentido más allá de alimentar una gestión más cercana a lo fantástico que a lo concreto. Parisier realiza un retrato impiadoso, como dándole la razón a los indignados de allá o de acá que solo pueden ver a la política, y no sin razón, como una pantomima cada vez más alejada de las necesidades de la gente. Cualquier parecido con las fiestas de María Antonieta justo antes de la famosa Revolución que tuvo lugar en ese mismo país no es mera coincidencia.
La idea de un poder desconectado de su base popular sobrevuela toda la película y es puesta en cuestión en las conversaciones que mantienen sus protagonistas. Discusiones sobre la función pública o la crisis ideológica de las tradicionales izquierda y derecha en el mapa político actual, alimentan una trama que por momentos se vuelve demasiado dialéctica. Aún así, de a poco y con paciencia, Parisier consigue encontrar ese lado humano que todavía tiene la política. ¿O será que se trata de otro milagro de la magia del cine puesta en acción?
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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