Pero esa transformación no ocurrirá de forma inocua y la película no les niega a los protagonistas la posibilidad de atravesar su propio dolor ante cuestiones como el desarraigo, la desaparición de la realidad tal como la conocían y la imposibilidad de continuar con su oficio. Porque la caída de la Unión Soviética no solo los ha dejado sin patria y en un mundo cuya lógica no terminan de aprender, sino también sin trabajo. Es que Víctor y Maya eran estrellas del doblaje en su extinto país, los que pusieron sus voces para que las películas extranjeras pudieran ser vistas en territorio soviético. Un talento que en su nueva patria, donde se habla un idioma que apenas conocen, ya no les sirve de nada. Ambos pasaron la barrera de los 60 años y esa confrontación con el vacío los afecta, en especial a Víctor, para quien el vínculo con el cine es la vida misma. En cambio Maya, más pragmática, pronto consigue trabajo poniendo su voz al servicio de una empresa de llamadas eróticas, que no solo resulta una labor redituable, sino una que realiza con gusto.
Voces doradas expone con eficacia la fragilidad de sus personajes y para ello cuenta con la expresiva elocuencia de la pareja protagónica, integrada por Mariya Belinka y Vladimir Friedman. Ella, dueña de una belleza no exenta de grotesco, es capaz de expresar una delicadeza que no le impide ser la mitad fuerte de la pareja. Él, cuyas expresiones impávidas recuerdan a un Marty Feldman sin estrabismo, es un hombre dispuesto a cualquier cosa con tal de cumplir con el rol de “macho proveedor”, pero que en el fondo sigue siendo un chico inocente para quien el cine es un paraíso donde toda felicidad es posible. Cándidamente cinéfila y aunque no pueda evitar repetir algunas fórmulas del género, Voces doradas no se priva de expresar una ética cinematográfica y lo hace con claridad, con la inocencia mencionada al comienzo de este texto como camino y la ternura como principal fortaleza.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.
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