Lo más interesante de A 200 metros es su mirada sobre lo cotidiano. Mustafá es un obrero palestino que vive frente al muro de concreto que separa a Israel de Cisjordania. El problema es que su mujer reside al otro lado, donde vive con los hijos de ambos, pero tan cerca que si se asoman a la ventana pueden verse por encima de la pared. No es que la pareja esté divorciada: por orgullo, Mustafá no quiso aceptar el permiso de residencia que le permitiría vivir no solo junto a su familia, sino también más cómodo. Porque el hombre trabaja en Israel y todo los días debe soportar los estrictos controles fronterizos que no siempre le permiten pasar. Como miles de personas que realizan ese cruce a diario, Mustafá lo soporta como parte de la vida. Pero un día su hijo tiene un accidente al otro lado y, con angustia, se arriesgará a cruzar de forma ilegal, realizando una odisea de casi 200 kilómetros para llegar a un lugar que está a 200 metros de su casa.
A esa travesía del protagonista se irán sumando personajes que le permitirán al director poner en escena diferentes situaciones que son habituales en la realidad palestina, pero que dan cuenta de la precariedad de la vida en ese lugar. Avatares de las buenas intenciones de la propia película, en cada personaje los sentimientos nobles conviven con ciertas miserias, dualidad propia de la condición humana que Nayfeh parece querer retratar. Hay en esa decisión un fondo ético, según el cual nadie está exento de culpas y por ese camino A 200 metros retrata situaciones extremas, pero siempre elige resolverlas con esperanza (aunque eso no significa que se resuelvan “bien”). Es ahí donde se asienta aquella inocencia que signa la identidad de esta película, en donde todo parece reducirse a la buena voluntad y la nobleza intrínseca de sus personajes.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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