“Vamos a extinguirnos y nos lo merecemos. En el pasado el futuro era promisorio y tenía el tamaño del universo; ahora es solo una fatalidad, una opaca certeza. Imaginamos las formas del fin: congelamiento, inundación, apocalipsis zombi… virus letal. Nos convertimos en creyentes de la catástrofe.” El párrafo anterior no hace referencia ni fue escrito durante la pandemia desatada por la dispersión del covid-19 por el mundo, a comienzos de 2020. Se trata, apenas, de algunos fragmentos sueltos y reordenados de un largo texto que le sirve de introducción a Estrella roja.
El mismo forma parte de una serie de relatos, monólogos y reflexiones que abordan el centenario de la Revolución Rusa, celebrado durante 2017. Para ello el film propone un itinerario por caminos laterales, a partir de los cuales es posible observar el hecho histórico desde puntos de vista que se apartan de la frialdad de la Historia impresa en letras de molde, aportando en su lugar la calidez de lo íntimo y lo poético. La decisión es oportuna, porque si existe una forma de evitar los roces que genera la construcción política del relato histórico, esa forma es la de la poesía. Y no es que esta sea incapaz de expresarse en términos políticos: todo lo contrario.
Ahí está el ejemplo de Vladimir Mayakovski, cuya figura y obra son citadas en Estrella roja con insistencia. Esa decisión de darle preeminencia a lo poético le permite a Bordenave concentrarse en el carácter idealista y utópico detrás de aquella gesta, para destacarlo por sobre los asuntos de orden más práctico y material. Una poética que se manifiesta además en la selección de imágenes que, montaje mediante, articulan lo cinematográfico e incluye distintos registros de San Petersburgo, cuna de la Revolución. En especial aquellas que acompañan a Nikita y Karl, dos jóvenes que se dedican a recorrer los techos de los edificios en ruinas de la ciudad, dando cuenta de un pasado glorioso. Ahí, entre el herrumbre y los escombros del presente, es posible imaginar ese futuro trunco del que se habla al comienzo. Junto a Danubio, de Agustina Pérez Rial, Estrella roja es la segunda película de esta competencia con una narradora de origen ruso.
Ambientada en Taiwán, literales antípodas de la Argentina, La Luna representa mi corazón es un documental de indagación familiar, sub género que ha brindado algunas de las mejores películas argentinas de los últimos años. En ella, Hsu narra en dos actos el vínculo con su madre, una mujer taiwanesa que regresó a su país tras la crisis del 2001 y con quien el director y su hermano se reencuentran en 2012, diez años después. Las imágenes de esa reunión familiar son el disparador de una historia que tendrá su continuidad siete años más tarde, cuando ambos hermanos, nacidos en Buenos Aires, viajen por primera vez a la isla en el sudeste asiático para volver a ver a su madre, ya con la película como excusa.
Como en Estrella roja, la mirada del pasado es un canal que La Luna representa mi corazón aprovecha para buscarle explicaciones al presente. En el catálogo del Festival, Hsu describe a su madre como “fría y lejana”, una extensión que es emocional, pero que adquiere forma y volumen en esa vuelta al mundo explícita que demanda la acción de ir a su encuentro. No es extraño, entonces, que el director/hijo haya usado su oficio de cineasta como medio para acortar esa doble distancia. La película da perfecta cuenta de ello, registrando las diferencias entre los viajes de 2012 y el de 2019.
La presencia de Marcelo, hermano del director, es vital en la construcción de la historia, porque su figura, que aparece poco pero en los momentos justos, aporta el contrapeso perfecto en esa búsqueda que Hsu comenzó sin saber muy bien en dónde se metía. Distintas escenas de ambos viajes muestran a Martín como alguien que responde al impulso de sus emociones, mientras que Marcelo representa la voz razonable que lo llama a reflexionar sobre su forma de encarar el complejo vínculo con esa madre, que puede ser tan encantadora como desconcertante. Sin dudas, ese atreverse a compartir su propio proceso con el público es lo mejor del trabajo de Hsu (además de una banda sonora adorable, que incluye versiones en chino de canciones de Fito, Charly, el Flaco Spinetta y Cerati).
Aunque transcurre en territorio argentino, el viaje que propone Husek, segunda película de la directora Daniela Seggiaro (la primera fue Nosilatiaj. La belleza, 2012), no dejará de aparecer para el espectador urbano como una inmersión en un territorio de algún modo extranjero. La película relata la historia de una comunidad wichí (aunque sus integrantes se ríen en la cara de quienes los llaman así), a la que el gobierno de turno presiona para que firmen un contrato en el que aceptan abandonar sus tierras, adquiridas por un terrateniente, con la promesa de ser reubicados en un barrio que todavía no se construyó.
Husek tiene la virtud de evitar recaer en el retrato documental de una realidad que el cine ya abordó con insistencia por ese camino. Al contrario, permite que los propios miembros de la comunidad trabajen como personajes dentro de una ficción cuya realidad conocen de primera mano. En ese orden, Husek representa una experiencia inédita que, a pesar de algún desvío surgido de la acumulación de temas, suma valor social a los méritos cinematográficos. Entre ellos se encuentra la decisión de abordar la cuestión con absoluto realismo, pero aceptando la oportuna contribución de lo fantástico.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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