Las bombas atómicas solo fueron utilizadas dos veces durante un conflicto bélico en curso, ambas lanzadas por los Estados Unidos sobre las ciudades japonesas de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, y Nagasaki, de cuyo bestial impacto se cumplen hoy 75 años. Su poder de destrucción fue tan monstruoso que nadie más se atrevió a usarlas de nuevo. Las explosiones dejaron cicatrices permanentes en la cultura del Japón, pero también repercutieron en la humanidad completa y sus marcas pueden rastrearse a través de la producción de todas las disciplinas artísticas. Libros, películas y obras musicales de todo el mundo se convirtieron en testigos y mensajeros de lo ocurrido.
Nacido en 1935 en un pueblo ubicado a solo cien kilómetros de Hiroshima, al otro lado del Mar de Seto, Kenzaburo Oé recibió el Nobel de Literatura en 1994. Tenía apenas 10 años cuando las bombas cayeron sobre su país y sus efectos fueron determinantes en la constitución de su propia sensibilidad. Tal vez sea autor más importante de la literatura japonesa de posguerra y su obra, literaria y política, debe ser leída a la sombra de los efectos provocados por la guerra en la cultura de su país. Su primera novela, Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1958), aborda de forma directa sus experiencias infantiles. La misma está protagonizada por una pandilla de chicos conflictivos que viven en un reformatorio y que durante la guerra deben ser evacuados a una remota aldea de montaña. Pero en lugar de ser recibidos como criaturas, son temidos y detestados por los lugareños. Cuando una epidemia obliga a evacuar el pueblo, los chicos son encerrados y abandonados ahí. De forma similar a lo que ocurría en El señor de las moscas (William Golding, 1954), lo que sigue son los intentos de los jóvenes por crear una nueva sociedad levantada de la nada, pero condenada a un trágico fracaso. Imposible no ver en esa alegoría desesperanzada los temores del todavía joven escritor, que por entonces tenía apenas 23 años, ante la reconstrucción del Japón moderno.
Oé también es conocido por ser su militancia pacifista. Dicha faceta se manifiesta en su libro Cuadernos de Hiroshima, ensayo escrito tras su participación en 1963 en la 9° Conferencia Mundial contra las Armas Nucleares, en el que consigna los testimonios de muchos sobrevivientes de la bomba arrojada sobre ellos el 6 de agosto de 1945. El escritor es además un defensor del artículo 9° de la Constitución de su país, modificada en 1947, a través del cual “el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación y a la amenaza o al uso de la fuerza como medio de solución en disputas internacionales”. En su discurso de aceptación del Nobel, Oé afirmó que eliminar de la Constitución ese “Principio de Paz Eterna” representaría “un acto de traición contra los pueblos de Asia y las víctimas de Hiroshima y Nagasaki”. “No es difícil para mí como escritor imaginar cuál sería el resultado de esa traición”, sentenció entonces.
El terror atómico se convirtió en un tema recurrente en la ciencia ficción de posguerra, tanto en la literatura como en el cine. Y a partir de los ’60, también en muchas canciones de distintas bandas de rock, género cuya aparición también tuvo el impacto de una bomba cultural. En los primeros casos es imposible no mencionar a Richard Matheson (1926-2013), en particular su novela El hombre menguante (1956). Llevada al cine por Jack Arnold un año más tarde, el libro cuenta la historia de un joven que navegando por el Pacífico (escenario de numerosos ensayos nucleares durante esa década) atraviesa una misteriosa nube radioactiva. Los efectos no tardarán en aparecer, haciendo que el protagonista se vaya reduciendo en tamaño hasta desaparecer. Una metáfora fantástica que representa la forma en que la radioactividad consume a quienes se ven expuestos a ella, como ocurrió con las víctimas en Japón.
Los propios japoneses ya habían corporizado todos sus miedos en la figura de Godzilla (1954), un lagarto al que la radiación convierte en una bestia mutante de 100 metros de altura, que amenaza con destruir Tokio lanzando rayos por la boca. Como en la canción de León Gieco, Godzilla “es un monstruo grande y pisa fuerte”, símbolo que remite a los horrores que la guerra nuclear había desatado sobre Japón. Imposible no mencionar aquí a Hiroshima mon amour (1959), película fundamental en la filmografía del francés Alain Resnais. El guión de Marguerite Duras registra el romance entre una actriz francesa y un arquitecto japonés, durante el rodaje de una película pacifista realizado en la devastada ciudad del título.
Muy distinto es el abordaje de Cuando sopla el viento (1986), película animada en la que el cineasta estadounidense de ascendencia japonesa Jimmy Murakami adaptó un libro ilustrado del británico Raymond Briggs: sus protagonistas son una pareja de ancianos granjeros que sobreviven al cataclismo nuclear. Con una banda sonora que incluye canciones de Roger Waters, David Bowie y Génesis, Cuando sopla el viento un triste alegato en contra de las armas nucleares que fue muy popular durante los últimos años de la Guerra Fría. Un ejemplo curioso en el terreno de la música es Doctor Atómico, una ópera de John Adams estrenada en 2005. Su libreto aborda con tono trágico la figura del físico Robert Oppenheimer –responsable científico del Proyecto Manhattan— durante los momentos previos y posteriores a la Prueba Trinity, en la que se detonó la primera bomba atómica de la historia, tres semanas antes de las que se arrojaron sobre Japón. Ahí está el origen del horror.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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