Enmarcado dentro de lo que podría simplificarse como cine del yo, categoría más usada en el terreno de la literatura en la que los artistas utilizan su obra para reflexionar sobre episodios de su propia vida, el documental Silvia es el retrato que María Silvia Esteve realiza de su familia tomando como figura central a su madre, Silvia Zabaljáuregui, fallecida hace cinco años. Que madre e hija compartan el nombre del título convierte a la película en un cuadro de doble entrada, en el cual la imagen de una ofrece al mismo tiempo un reflejo especular de la otra.
Silvia puede ser vista como la puesta en escena de una catarsis, un ejercicio terapéutico, una carta de despedida o como la llave que trata de cerrar la puerta de un largo duelo. Pero también es una película consciente de su carácter de relato cinematográfico, en el que Esteve utiliza las herramientas del montaje, las voces en off y el fuera de campo para darle forma a un objeto de gran complejidad.
El documental está construido a partir del archivo audiovisual de los Esteve, que abarca el período de poco más de 15 años que va desde el casamiento de Silvia con Carlos Esteve, un diplomático de carrera, hasta promediar la escuela secundaria de la directora. Como suele ocurrir con los videos domésticos, las imágenes registran momentos felices de la pareja y la familia. Un corpus de recuerdos a los que se ha elegido encapsular, dándoles un formato físico que los distingue de los otros, condenados a disolverse o reformularse en el registro maleable de la memoria.
Sobre ellos, un coro de voces que incluye la de Esteve, las de sus dos hermanas y la de su padre, aporta retazos de información ausente en las imágenes. Porque los recuerdos son también una fantasía, incluso aquellos que fueron filmados, y el objeto de esa polifonía es mostrar la cara oculta, el carácter ficticio de esa felicidad exhibida a cámara. Toda familia contiene una tragedia en potencia y la directora cuenta la suya. Ese mismo carácter trágico e íntimo hace que sea imposible ver Silvia por fuera de la propia experiencia familiar. La película se convierte así en un espejo en el que cada espectador puede encontrar los fragmentos de su propio drama y a partir de ellos construir un vínculo único con el documental de Esteve.
La riqueza del film radica justamente en lo no dicho, o en lo que fue dicho a escondidas. Las hermanas Esteve intentan armar su propio rompecabezas valiéndose de lo que su madre les fue revelando y del fallido vínculo con su padre, no exento de distintos tipos de violencia. Un mecanismo que tiene tanto de confesión, de válvula de escape, como de manipulación. La directora y sus hermanas intentan separar la paja del trigo en busca de explicar el desastre que ocurría puertas adentro del hogar.
La secuencia que intercala los recuerdos de Carlos y de Silvia recordando sus primeras citas es especialmente ilustrativa. Narrado por él mismo, el de Carlos es un relato de conquista, en el que se alza victorioso con esa mujer-trofeo que luego se encargará de exhibir, filmándola con obsesión. En cambio el de ella es la crónica de esa derrota en la que acabó relegando su deseo para ceder ante los de su pretendiente. A través de las voces de sus hijas, Silvia habla del asco que sintió en los primeros besos con Carlos, de las arcadas que le provocaba el contacto físico con él. Esa repulsión por su padre forma parte del legado que Silvia les dejó a sus hijas. Lo confirma la distancia simbólica que establece el hecho de que ninguna de ellas se refiera a él como papá en toda la película. Como si al dejar de nombrar el vínculo, éste dejara de existir. Para las hermanas Esteve ese hombre nunca es papá, sino Carlos. Así lo llamaba Silvia.
La película puede verse en la sala virtual de www.puentesdecine.com
Artículo publicado originalmente en la seccion Espectáculos de Página/12.
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