El estreno de la serie Víctor Hugo, que comienza a emitirse hoy a las 22 por el canal Film & Arts, a razón de un episodio por semana, puede servir para pensar en qué es un escritor y darle a la pregunta una respuesta humana. Es que la fantasía popular suele hacerse de ellos una idea artificial, generalmente pomposa, más cercana al mito que al mundo terrenal. Tendencia que crece cuando se trata de autores clásicos, a quienes la educación y la academia se encargan de encerrar en cajitas recubiertas con una coraza más resistente que el acero: la solemnidad. Según esa construcción los escritores casi no son humanos, sino entidades superiores siempre sentadas frente al papel con un gesto invariablemente serio. Porque los escritores no se ríen ni se enojan y solo hablan para la posteridad. Por suerte existe un libro como el Borges, de Adolfo Bioy Casares, en donde queda claro que un escritor también se mata de risa haciendo versitos groseros, que su existencia no está exenta de maldad, que son capaces de decir barbaridades y, por lo tanto, también se equivocan como cualquier verdulero, peón de taxi o periodista. Por ahí comienza esta miniserie en cuatro capítulos, cuyo título original –Víctor Hugo, enemigo del Estado— le aporta al espectador una información valiosa.
El episodio inicial arranca con el protagonista ya cerca de sus 50, viviendo en una pocilga infectada de ratas. Escribiendo en su diario confiesa (y le hace saber al público) que Luis Felipe de Orleans, el Rey burgués a quién él apoyaba, ha sido depuesto, dando paso a la Segunda República Francesa, un proceso popular que trató de mejorar la calidad de vida de las clases campesina y obrera. Sin embargo el escritor declara con pesar haber sido incapaz de entenderlo en el momento oportuno, sino recién ahora, tres años más tarde, cuando la República una vez más está de rodillas, como él, a punto de que su primer presidente, Luis Napoleón, sobrino del famoso Emperador, la disuelva para instalar sobre sus ruinas el Segundo Imperio. Refundación a la que Víctor Hugo se opuso, convirtiéndose así en el “enemigo del Estado” del cual habla el título.
Esta primera secuencia, que muestra al escritor a punto de escapar hacia un exilio que duraría dos décadas, cierra con una frase potente que le sirve al relato para tomar impulso y dar un salto de tres años hacia el pasado, justo al inicio de la Segunda República. La voz en off del escritor afirma que “una revolución nunca es un accidente, sino una necesidad”. El concepto, que opera como mea culpa, también es útil para entender lo que la serie narrará a partir de ahí.
La misma toma como eje la vida política de Víctor Hugo, quien fue diputado por el partido conservador al comienzo de la Segunda República, ocupación que relegó su trabajo como escritor a un segundo plano. Lejos de desconectarse de ese aspecto, el guión aprovecha el juego de dejar un poco al margen la parte más conocida del personaje para mostrar cómo ese contacto con la realidad al que lo obligó la función pública, acabó influyendo de manera determinante es la que es sin duda su obra cumbre: Los miserables. Siguiendo el patrón clásico del camino del héroe, el Víctor Hugo de la serie comienza negando una realidad que con el devenir de la acción terminará abrazando. Pero para ello, como corresponde, primero deberá perder para poder ganar y tendrá que sufrir para aprender.
Mucho más humano se vuelve el personaje cuando la historia aborda su vida personal. Casado infelizmente con la madre de sus cinco hijos, todos ellos ya grandes para 1848, año en que se funda la Segunda República y da comienzo al relato, Víctor Hugo llevaba una vida paralela con su amante, la actriz Juliette Drouet, quien era la encargada de mantenerlo conectado con la labor literaria. Una doble vida que no le impedía para nada tener una triple y hasta una cuádruple vida, sosteniendo relaciones más o menos estables con otras amantes. Al mismo tiempo se lo muestra torpe y culposo en su paternidad, sobre todo en el vínculo con su hijo Charles, que desde el comienzo apoya la creación de la Segunda República, trabajando como secretario de Alfonso de Lamartine, otro escritor político de mirada más liberal (en el sentido clásico del término). Lejos de retratar a un Víctor Hugo de bronce, la serie lo muestra inseguro y necesitado de muchos afectos, casi incapaz de realizar movimientos sin el empuje adicional de su entorno. Una estructura emotiva que por otra parte es funcional al cambio brusco que está a punto de dar su matriz de pensamiento, virando 180 grados desde un monarquismo férreo a un liberalismo democrático asumido a consciencia.
La serie cuenta con la enorme ventaja de los escenarios reales que le proveen París y otras locaciones en Francia. Sin embargo se nota, sobre todo en las escenas multitudinarias, que el presupuesto no siempre es el de una súper producción. Algo que no llega a afectar el núcleo dramático de la serie y que sus responsables resuelven encontrando el ángulo de cámara apropiado para hacer rendir los euros invertidos en extras y vestuario. En cuanto al trabajo actoral, aunque no cuenta con figuras de renombre el elenco funciona muy bien, convirtiéndose en el principal sostén del relato. Un clásico francés.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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