Anunciada como el regreso de Woody Allen a Nueva York tras el exilio de siete películas fuera de su hábitat natural, La rueda de la maravilla vuelve a tener a la Gran Manzana como telón de fondo. La anterior fue Que la cosa funcione, comedia que representa uno de sus trabajos menos consistentes, aunque tuvo en su protagonista Larry David a uno de sus mejores alter ego en pantalla. Se trata en todo caso de un regreso incompleto, periférico, en tanto la trama del film no se desarrolla en el central barrio de Mannhattan, auténtico hogar de Allen así en la vida como en el cine, sino en Coney Island, que en la actualidad es algo así como el suburbio de los suburbios de la ciudad más populosa de los EE.UU. Sin embargo el asunto se encuentra aligerado por tratarse de una de las películas de época del cineasta neoyorkino, ambientada en los años ’50, cuando tras la Segunda Guerra Mundial ese barrio, famoso durante la primera mitad del siglo XX por sus parques de diversiones y sus atracciones turísticas, comenzaba a perder de a poco su popularidad.
Una joven todavía veinteañera (Juno Temple) vuelve a buscar cobijo en casa de su padre, a quien no ve desde hace cinco años, cuando decidió casarse con un mafioso italiano sin su aprobación. El padre es un hombre tosco que trabaja en la calesita de un parque de diversiones (Jim Belushi luciendo como un mini John Goodman), que intenta despreciarla pero a quien se le cae la baba por su hija. Que ahora está divorciada y a quien la mafia busca por los mismos motivos por los cuales la mafia suele buscar a la gente en el cine. El padre se ha vuelto a casar con una mujer (Kate Winslet) que tiene un hijo de 12 años con problemas de conducta serios y que además es amante de un joven aspirante a poeta (Justin Timberlake) que trabaja como guardavidas en la playa, quien acabará enamorado de aquella hija pródiga.
La rueda de la maravilla es una historia de amores y desamores cruzados que responde a la estructura clásica de las comedias dramáticas de Allen, esas que avanzan con gracia amarga pero rara vez, por no decir nunca, acaban con la felicidad de sus protagonistas. Historias donde sentimientos negativos como celos, infidelidad o egoísmo difícilmente conviertan a sus dueños en malas personas sino que, al contrario, hacen de ellos individuos insatisfechos, agobiados por la carga de la culpa. Como suele suceder con los autores, la obra de Allen vuelve a girar acá sobre los mismos ejes de siempre.
Y eso que puede ser una virtud, como cuando Borges utiliza tres o cuatro veces la misma idea para escribir cuentos distintos, aquí se vuelve casi un trámite. Lo cual no significa que la película no pueda disfrutarse, aunque será difícil que alguien la considere entre las mejores de la vastísima obra del director. También hay algo de recargado y empalagoso en la fotografía de Vittorio Storaro, quien repite tres o cuatro veces el truco de cambiar la iluminación de un mismo plano durante su transcurso, aprovechando (o abusando de) la luz artificialmente cambiante del parque de diversiones.
Párrafo aparte merece la traducción del título original, Wonder Wheel, que de tan literal acaba resultando torcida. Se trata del nombre con que históricamente se conoce al juego tipo vuelta al mundo del Deno’s Wonder Wheel Amusement Park, el parque de diversiones más popular de Coney Island, escenario en el cual transcurre el relato. Allen utiliza ese nombre como metáfora cercana al concepto de lo que en la Argentina se entiende por la expresión “las vueltas de la vida”, esas que permiten que a veces uno se sienta muy arriba, pero que inevitablemente también acaban llegando hasta lo más bajo. Ese es el recorrido por el que transitan, algunos más y otros un poco menos, todos los personajes de La rueda de la maravilla.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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