Lo que pudo verse hasta ahora de la Competencia Argentina de esta 32° edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata permite afirmar que, a pesar del evidente recorte cuantitaivo que sufrió la programación en general, desde lo cualitativo se ha conseguido mantener a flote las naves. Mérito que encuentra sus cimientos en la “década ganada” por la gestión Martínez Suárez y sus programadores, a quienes la experiencia les permitió sostener un aceptable estándar de calidad incluso en esta temporada de tormentas, permitiendo que desde lo cinematográfico el Festival se mantenga por encima de algunas dificultades evidentes. Recién ha pasado un tercio de la Competencia y el nivel de lo visto hasta ahora resulta aceptable y homogéneo en calidad, a la vez que variado desde lo estético.
La proyección de las competidoras arrancó el sábado por la mañana con el documental La nostalgia del centauro, del debutante Nicolás Torchinsky. Se trata del retrato de Alba y Juan, sobre todo de este último, un anciano que bien podría ser el último de los gauchos del norte. O el último de los gauchos a secas. A partir de un gran trabajo de cámara y fotografía, Torchinsky traza un mapa de imágenes que dan cuenta de una vida rural que bien podría pertenecer al siglo XIX, si no fuera por detalles casi imperceptibles: Juan y su mujer viven el presente en tiempo pasado. El hecho de que el viejo hable casi exclusivamente con dichos camperos de estricta rima, recuerdos de viejas payadas que se han vuelto indelebles en su memoria ahora frágil, parece una prueba irrefutable de eso. Respetuoso y bello, el retrato que el director hace de sus personajes sin embargo no consigue sortear cierta distancia: la que media entre su mirada y esa realidad que no termina de apropiarse, y que durante toda la película parece seguir siéndole ajena.
En Los corroboradores el director Luis Bernardez apela al recurso del falso documental, para contar desde la ficción una historia de veracidad evidente: el proyecto político de comienzos del siglo XX de convertir a Buenos Aires en réplica de una ciudad europea, especialmente París. Bernárdez imagina una logia secreta fundada por el presidente Carlos Pellegrini, los Corroboradores, que se proponía copiar a la capital francesa a partir de reproducir en Buenos Aires algunos de sus edificios más emblemáticos. Con mucha imaginación y recursos del policial negro y el cine de intriga, el director y guionista cuenta la historia de una confabulación atrapante, con mucho humor y basado en evidencias reales de ese intento de travestir a la Buenos Aires del centenario en París. Por supuesto el juego se presta a la mirada política, convirtiéndose también en un retrato de la tilinguería de la burguesía nacional, buscando ser percibidos como los reyes de un país plebeyo. Los corroboradores es también, a su manera, un juego de intensión borgeana, una especie de versión de “El rigor de la ciencia”, aquel cuento que propone el mismo truco de “Pierre Menard, autor del quijote”, pero llevado a la cartografía y en el que “un Mapa del Imperio […] tenía el tamaño del Imperio”. Como si el objetivo de aquellos improbables Corroboradores fuera el de trazar en el Río de la Plata un mapa de París a escala natural, capaz de calzar baldosa por baldosa dentro de la Ciudad Luz.
La inmigración es el centro de Estoy acá (Mangui Fi), de Juan Manuel Bramuglia y Esteban Tabacznik, pero enfocado desde un lugar distinto: el de la colectividad senegalesa, una de las más nuevas y visibles dentro de aquel pretendido crisol de razas al que se suponía base de la identidad argentina, pero que en realidad no era tal. “Cuando llegué a Retiro pregunté si estaba en Argentina, porque no era como lo que había visto en internet. En internet todo era lindo y lo que yo estaba viendo no.” Eso dice Ababacar, uno de los protagonistas del documental, quien con su afirmación ofrece una visión inesperada de la ciudad. A partir de ella es posible establecer un diálogo entre la forma en que Estoy acá muestra a Buenos Aires y la ciudad que se ve en Los corroboradores. Mientras en la anterior se presenta a una urbe monumental, palaciega, glacial, acá Buenos Aires es miserable, pringosa y tórrida, más parecida a Dakkar que a París. Como la cabeza de Jano, que era el símbolo de los confabulados del film de Bernárdez, ambas versiones de la ciudad son dos caras de una misma cabeza: una mirando hacia el norte rico, la otra hacia el sur y el oeste proletarios. Estoy acá está construido a partir de una concepción clásica del documental, esquema del que se aparta cuando registra los diálogos que mantiene Ababacar con su amigo Mbaye. Aunque no carece de otros puntos de interés, es en esas recorridas de charla por el barrio donde surge lo más rico de la película.
Pero la más exitosa de las hasta hora exhibidas, teniendo en cuenta las intenciones originales y la forma en que estas quedaron plasmadas en pantalla, es Aterrados, cuarto largometraje de Demián Rugna. Se trata de un film de terror al que a partir de ahora se debe contar entre lo mejor de la producción local del cine de género. Si algo consigue este trabajo de Rugna, especialista en trabajar sobre el cruce entre géneros clásicos como el terror y la comedia, es realizar un film que se encuentra a la altura de la producción internacional. Y más todavía, porque es sabido que el grueso del cine de terror, incluido el de los Estados Unidos, corresponde a trabajos por lo menos mediocres, y Aterrados se encuentra por encima de esa media. No sólo desde la historia misma (que tal vez sea lo más convencional que la película ofrece), sino desde su trabajo de puesta en escena, las actuaciones, la música (compuesta por el propio director, que es además el guionista) y, sobre todo, los efectos especiales. Rugna logra que una película argentina asuste como tal vez ninguna otra lo hizo hasta ahora. No sólo no es poco: es un montón.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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