“Habitualmente conviene empezar por el principio, pero en ciertos casos es mejor empezar por el final; por ejemplo, si queremos pintar un perro de verde, tal vez convenga empezar por la cola, porque con esa parte no muerde…”. Tal cual lo afirma un fugaz personaje de la novela El templo etrusco, de Juan Rodolfo Wilcock –uno de los escritores más sorprendentemente secretos de la literatura argentina–, no siempre es recomendable empezar por el comienzo. Para hablar de la relación entre la obra de Antonio Di Benedetto con el cine, que por cierto no ha sido muy prolífica, arrancar por el final, por lo inmediato, e incluso por lo inminente, parece ser la mejor opción. Tal vez lo más apropiado para comenzar este recuento sea invocar el nombre de la directora Lucrecia Martel, quien actualmente se encuentra dando los toques finales a la posproducción de su versión de Zama. Sin embargo, es necesario retroceder unos ocho años, justo después del estreno de La mujer sin cabeza (2008) –la última película de Martel estrenada hasta la fecha–, para enterarse de que en ese entonces la directora tenía otros planes. Y en ellos también es posible buscar algunas pistas de cómo pudo haber llegado Martel a la instancia de adaptar una de las novelas más prestigiosas de la literatura argentina, que es también una de las más complicadas de traducir al cine. Empecemos, entonces, por el final.
La noticia de que Martel finalmente no sería la directora de una versión de El Eternauta –novela gráfica fundacional de la historieta argentina creada por Héctor G. Oesterheld en colaboración con el dibujante Francisco Solano López– fue una sorpresa que nadie recibió con gusto. De hecho, el asunto tomó a todo el mundo desprevenido, porque había sido la propia Martel quien había confirmado su participación en no pocas entrevistas, en las que se manifestaba muy ilusionada con el proyecto. Finalmente, la película no prosperó por decisión de sus productores, quienes nunca quedaron satisfechos con el guion entregado por la directora.
En una de esas entrevistas, realizada dos días después del estreno de La mujer sin cabeza y publicada en el suplemento cultural del diario El País, de Uruguay, cuando le consultaron acerca de qué temas le gustaría que trataran sus próximas películas, una vez concluida El Eternauta, la cineasta dio algunas pistas de hacia dónde podrían estar encaminados sus próximos pasos. “De la historia argentina, miles de cosas”, respondió, e hizo una lista de temas y personajes: el malón; la zanja de Alsina; Florentino Ameghino; el perito Moreno. “El siglo XIX en la Argentina es fabuloso y en algún momento habría que encararlo, pero me parece que exige un montón de invenciones, como las que hicieron los yanquis con sus vaqueros, aunque quizás con otras ideas políticas. Hay que inventar un idioma español para esa gente… siempre pensé que si tuviera que hacer una película de época trabajaría mucho los diálogos, reinventando un español a partir de las cartas, de los documentos escritos. Que sin dudas no eran un reflejo de cómo se hablaba, pero sí me parece que hay que inventarlo”, concluía la directora.
Por ahora, Martel parece no haber puesto en marcha la idea de llevar al cine aquellos hechos. Pero la idea de abordar desde el cine el pasado argentino se mantuvo como eje temático de la que, finalmente, será su próxima película. Solo que en lugar de tomar hechos históricos como punto de partida, la directora decidió avanzar con la adaptación de una de las novelas más extraordinarias de la literatura argentina (cuya trama, en rigor, no transcurre en el siglo XIX, sino justo antes, entre 1790 y 1799), a la que se ha tildado de infilmable en no pocas oportunidades. Una afirmación por lo menos imprudente, que refleja antes las limitaciones de la imaginación de quienes la realizan que una hipotética falta de potencial cinematográfico en el original. No hay obras literarias infilmables, lo que faltan son directores con el talento y el coraje necesarios para encontrar el camino y el tono indicados para impulsar el tránsito de dichas obras de un lenguaje al otro. De traducirlas, pasando de la escritura al cine. Una labor que demanda, en primer lugar, una buena dosis de fantasía, pero también la capacidad de entender que cada lengua tiene sus propias reglas y que no siempre será lo más adecuado el traslado literal de una a la otra.
Zama es parte de ese selecto linaje de obras literarias supuestamente imposibles de adaptar al cine, pero cuyo destino es acabar siendo honradas por grandes directores (otro ejemplo destacado de filmar lo infilmable lo acaba de dar Gustavo Fontán con su espléndida versión de El limonero real, de Juan José Saer). Esta novela fue el salvoconducto que le permitió a Martel abordar la reconstrucción ficcional de una época, y quizás se haya permitido hacerla tal como la planteó en aquella entrevista, hace ya ocho años. Pero, a pesar de que su rodaje tuvo lugar durante 2015 y su estreno estaba previsto para algún momento de este año, habrá que esperar hasta el año próximo para ver Zama en el cine, por razones personales de la cineasta.
Recién entonces será posible saber cuántos de aquellos presupuestos enumerados en la entrevista publicada por El País habrán sido finalmente retomados y aplicados por la directora a su trabajo sobre la novela de Di Benedetto. Habrá que estar atentos a los diálogos, para ver qué tan extraña resulta la versión del idioma español inventado para la ocasión. Por lo pronto, no suena descabellado pensar que la inquietud, la angustia y esa persistente sensación de extrañamiento que Martel imaginó en torno de hechos históricos, como la construcción de la zanja de Alsina, también puedan haber sido un buen camino para trabajar sobre una novela en la que una espera agobiante se va imponiendo como una fatalidad ineludible para su protagonista, Diego de Zama, un funcionario de la corona española en un pueblito olvidado del Paraguay que durante nueve años aguarda que desde España llegue la orden que, en reconocimiento a sus méritos y buenos servicios, le asigne mejor destino en una ciudad de mayor prestigio. Puede ser que esos u otros elementos ya conocidos de su cine reaparezcan o no en Zama, pero si por algo se puede apostar casi con total certeza, aun sin haber visto la película, es que Martel se habrá permitido incurrir en todas las traiciones de traducción que hayan sido necesarias para cumplir con el objetivo de filmar lo infilmable.
No es esta adaptación realizada por Martel, sin embargo, el primer vínculo de Di Benedetto con el cine, ni siquiera el más directo. Como ocurre con otros grandes escritores rioplatenses, entre ellos Jorge Luis Borges, Tomás Eloy Martínez o el uruguayo Horacio Quiroga, Di Benedetto tuvo una vida como periodista, dentro de la cual cumplió destacadas tareas como cronista y crítico de cine. En esta faceta, le tocó asistir a algunos de los festivales de cine más importantes del mundo. Cannes, Berlín, San Sebastián y Mar del Plata estuvieron entre sus destinos. El volumen Escritos periodísticos, de reciente aparición bajo el sello Adriana Hidalgo, reúne buena parte de esas coberturas, como la que realizó de la histórica edición de Cannes del año 1960, en la que Federico Fellini se llevó la Palma de Oro por La dolce vita y en cuya competencia también participaron películas de directores de estatus histórico: Michelangelo Antonioni, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Kon Ichikawa, entre otros; o la mucho más amplia del festival de Mar del Plata, durante el verano del año siguiente, donde fue parte del jurado de la crítica. En esos textos, parece divertirse contando apostillas e infidencias de algunas de las estrellas que conoció, principalmente del cómico mexicano Cantinflas, de su poca gracia fuera de la pantalla y del caos que desató su presencia entre los jóvenes cazadores de autógrafos. Todas esas coberturas
son reproducidas en el libro, incluyendo la que realizó para la entrega de los premios Óscar en 1965.
Entre los vínculos de Di Benedetto con el cine, también se encuentra su trabajo como guionista en la adaptación de Álamos talados, una novela de su amigo Abelardo Arias, que ambos realizaron en colaboración. El film fue finalmente rodado con dirección de Catrano Catrani. O el guion para su propio cuento “El juicio de Dios”, que con el título El inocente recibió un premio del Instituto Nacional de Cinematografía en 1959, aunque nunca llegó a filmarse. Por otra parte, la adaptación de Zama hecha por Martel no ha sido la primera. La misma novela había sido objeto de un intento cinematográfico a mediados de los años ochenta, cuando Di Benedetto aún vivía, bajo la dirección de Nicolás Sarquís y con la actriz española Charo López como cabeza del elenco. El proyecto quedó trunco como consecuencia de una disputa legal entre los productores del film y su protagonista masculino, el actor español Mario Pardo, con intercambio de acusaciones, denuncias y demandas judiciales mutuas por incumplimiento de contrato. Sarquís había debutado como director en 1967 con la adaptación de Palo y hueso, una obra del también presuntamente infilmable Saer. Recién en 2007, Juan Villegas consiguió lo que nadie antes había logrado: llevar a la pantalla una obra de Di Benedetto, al estrenar su adaptación de Los suicidas. Tres años después, Fernando Spiner rodó Aballay, el hombre sin miedo, un western gaucho basado en el cuento “Aballay” del escritor mendocino.
Más allá de estar basadas en textos del mismo autor, las diferencias entre ambas películas no podrían ser más notorias. Ante todo, parecen partir de dos objetivos bien distintos. Por un lado, el trabajo de Spiner toma el esqueleto sinóptico y el concepto ético que sostienen el cuento de Di Benedetto para construir en torno a ese núcleo un relato que busca adaptar los modos y el marco de la historia argentina a las particularidades de un género que es uno de los pilares del cine clásico estadounidense, el western. Por el otro, la versión de Los suicidas de Villegas cumple con una doble filiación, adhiriéndose con mayor fidelidad textual a la novela, incluso en el tono existencialista con que los protagonistas se ven a sí mismos y a la realidad, a la vez que se encolumna dentro de la estética cinematográfica y narrativa del llamado Nuevo Cine Argentino. Dos formas de narrar por completo distintas (una, de vocación espectacular y popular; la otra, más bien naturalista y aséptica), construidas a partir de herramientas también diversas. Así, mientras Aballay va avanzando a caballo del modelo del héroe épico y estoico, Los suicidas recae en el uso de una voz en off de intención abiertamente literaria, destinada menos a aportarle elementos a la narración que a tratar de invocar el espíritu de la letra impresa. Si bien puede decirse que el film de Spiner cumple con mayor éxito sus propios objetivos, sería injusto no reconocer que ambos trabajos representan aproximaciones válidas a la literatura de Di Benedetto, un universo cuya riqueza el mundo del cine parece estar comenzando a descubrir.
Artículo publicado originalmente en la revista digital Marca de Agua, de la Biblioteca Nacional.
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