De entre los oficios posibles, sin dudas el de ser padres es uno de los más arduos, de los que demandan con mayor justicia el sudor invertido en él. Como el del albañil frente a la pared; el del herrero en la fragua o el del agricultor acuclillado sobre la tierra abierta, es sudor bien pagado. Sólo que el producto del trabajo no son edificios ni frutos, ni el hierro forjado a golpes: un padre produce personas. Borges diría que justamente por eso los padres son tan abominables como los espejos. Aunque no puedo sino concederle algo de razón al viejo ciego, con humildad me permito una visión menos traumática y prefiero encontrar una nobleza retorcida en esta labor.
Será que ser padre siempre fue parte de mis proyectos de niño en busca de una respuesta para la más vieja de las cuestiones que todos debemos resolver, allá en la infancia: ¿qué querés ser cuando seas grande? Todo el tiempo supe que quería conseguir novias, escribir cuentos, ver películas, jugar a cualquier cosa y, por supuesto, tener hijos. Ahora, con aquella niñez como recuerdo siempre grato (aunque a veces a la fuerza) y algunos de esos proyectos todavía por cumplir, sé que ser padre es un trabajo y que, como para cualquiera, hay postulantes mejor calificados que otros. Claro que esta evaluación nunca resulta sencilla, porque ¿cómo se distingue al buen padre del inepto? ¿Quién establece la divisoria de aguas? Para reducir el asunto a su cuestión esencial, digamos que hay dos grandes miradas posibles para zanjar el dilema. La de los propios padres, reflexiva, interior y hasta puede decirse que a la defensiva, es una de ellas. La otra, revulsiva y por qué no destituyente, es la de los hijos. Padres e hijos es en realidad padres contra hijos, el antagonismo por excelencia, un combate en el que se decide cada futuro de la humanidad. No por nada el sabio Cronos se desayunaba a su propia prole. No por nada los hijos le abrieron la panza por dentro.
Sin embargo, aun sabiendo que en este juego hoy me toca ocupar el casillero del padre, todavía me salen preguntas de hijo. ¿Cuántas veces habré sido devorado y cuántas otras habré escapado, desgarrando en el vientre ancestral mi propia cesárea salvadora?
Tal vez ya no quiera conocer esas respuestas.
Será que ser padre siempre fue parte de mis proyectos de niño en busca de una respuesta para la más vieja de las cuestiones que todos debemos resolver, allá en la infancia: ¿qué querés ser cuando seas grande? Todo el tiempo supe que quería conseguir novias, escribir cuentos, ver películas, jugar a cualquier cosa y, por supuesto, tener hijos. Ahora, con aquella niñez como recuerdo siempre grato (aunque a veces a la fuerza) y algunos de esos proyectos todavía por cumplir, sé que ser padre es un trabajo y que, como para cualquiera, hay postulantes mejor calificados que otros. Claro que esta evaluación nunca resulta sencilla, porque ¿cómo se distingue al buen padre del inepto? ¿Quién establece la divisoria de aguas? Para reducir el asunto a su cuestión esencial, digamos que hay dos grandes miradas posibles para zanjar el dilema. La de los propios padres, reflexiva, interior y hasta puede decirse que a la defensiva, es una de ellas. La otra, revulsiva y por qué no destituyente, es la de los hijos. Padres e hijos es en realidad padres contra hijos, el antagonismo por excelencia, un combate en el que se decide cada futuro de la humanidad. No por nada el sabio Cronos se desayunaba a su propia prole. No por nada los hijos le abrieron la panza por dentro.
Sin embargo, aun sabiendo que en este juego hoy me toca ocupar el casillero del padre, todavía me salen preguntas de hijo. ¿Cuántas veces habré sido devorado y cuántas otras habré escapado, desgarrando en el vientre ancestral mi propia cesárea salvadora?
Tal vez ya no quiera conocer esas respuestas.
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Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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