Me encantan los avestruces: una vez alguien empezó una página con estas palabras, pero no recuerdo quién y no tengo por qué saberlo ni confesarlo. Yo, como Sócrates, sólo sé una cosa: que me gustan los avestruces. Me gustan por ese cuello largo con el que juegan a asomarse por encima de todo para ver sin ser vistas y sorprender sin ser descubiertas. Casi no hay secretos para los avestruces. Nada más estiran el cuello y ya está: cualquier susurro furtivo que pretenda evadirlas, ahí, servido en bandeja y al alcance de su oído. Como fantasmas, escuchan sin ser escuchadas. Y si el itsmo de su cuello en algún momento es puesto en riesgo, nadie más rápido que un avestruz para poner pies en polvorosa, como decía mi abuela: a correr y listo el pollo (porque así se llaman también los hijos de los avestruces, que ellas no se privan de hacer al trote). Por todo eso me gustan los avestruces, y además porque son “los” aunque son “las” y porque siendo pájaros, corren. A eso le llamo yo andar encubierto.
A pesar de tantas virtudes acumuladas en su haber, los avestruces tienen muy mala prensa y usualmente se las acusa de cobardes, de no ser muy afectas a la franqueza o a dar la cara, de esconderse ante el primer obstáculo y de esquivar el bulto. Yo digo: ¡nada que ver! No se esconden de nadie, más bien eligen a quién y a qué atender. Qué ver y qué no ver; qué escuchar y qué no; qué sentir y qué disentir. Y así está bien, porque lo que no se ve, no se oye y no se siente, no está ni vivo ni muerto: simplemente no está y uno puede vivir libre de todo ese ripio, de la carga de lo innecesario. Y como lo que no existe no puede asustarte, mienten los que nos llaman cobardes.
Los avestruces sacamos la cabeza de la segura reclusión de nuestro hueco cuando tenemos ganas y nos asomamos a espiar. Entonces vemos lo que necesitamos ver, oímos lo que queremos escuchar y nada se nos escapa. Es más: justo ahora, en este mismo momento, desde acá atrás, te estoy viendo. Te estoy viendo y sé lo que hacés y, sobre todo, somos muchos y sabemos dónde encontrarte.
Cobardes… ¡Pfff!
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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