Cuando en 1989 se estrenó Cinema Paradiso –cuya edición, en DVD podrá comprarse mañana con Página/12–, hacía tiempo que el cine italiano venía perdiendo la enorme relevancia obtenida durante las décadas de los ’50, los ’60 y los ’70. Sus grandes directores, como Fellini, De Sica, Ferreri, Pasolini, Antonioni, Visconti, Rosellini y hasta Sergio Leone, Ettore Scola o Bernardo Bertolucci, entre tantos, o bien habían muerto, o sus mejores tiempos ya formaban parte de la mejor tradición del cine universal. Es cierto que algunos discuten al opus dos de Giuseppe Tornatore (su debut había sido tres años antes con el policial dramático El profesor), pero lo cierto es que Cinema Paradiso fue la película que consiguió que el mundo del cine volviera a poner el ojo sobre la bota que patea el mar Mediterráneo.
Cinema Paradiso se convirtió en el primer film de origen italiano en recibir el Oscar a la Mejor Película en Idioma Extranjero tras los casi quince años de sequía después de que lo obtuviera Amarcord, de Fellini. Por el peso simbólico del premio mismo y el del apellido del director que lo precede en la lista, el mérito de la película no es menor. Antes había sido candidata a la Palma de Oro en el Festival de Cannes, un lauro que el cine italiano no recibía desde 1978, cuando resultó premiada El árbol de los zuecos, dirigida por Ermanno Olmi. Y que no volvería a conseguir hasta 2001, con La habitación del hijo, de Nanni Moretti. Con tales antecedentes, no extraña que de inmediato se haya convertido en un éxito mundial. Aunque creer que tal cosa sólo fue consecuencia de los premios acumulados es tan reduccionista como injusto. Cinema Paradiso tiene suficientes méritos cinematográficos como para que la enumeración de sus medallas no sea lo único que puede escribirse de ella.
Quién sabe: tal vez sea la combinación del mito del regreso con la fantasía que despierta la evocación de la infancia en la mayor parte de las personas. O la tierna relación que liga al pequeño Totó con Alfredo, el paternal proyectorista que encarna el inmenso Philippe Noiret; o quizás haya sido el explícito carácter de canción de amor al cine que rezuma cada fotograma de Cinema Paradiso, lo que conquistó a tantos alrededor del mundo. Lo cierto es que casi no existen espectadores que no hayan sido conmovidos por la historia de Salvatore Di Vita, el director de cine que, consagrado, vuelve al pueblito en donde creció, en la Sicilia profunda, bien al sur de Italia. Será que ese regreso significa también un retorno a la inocencia de la infancia, allí donde la felicidad siempre es perfecta, porque no necesita motivos que la justifiquen o la expliquen. Es en la niñez –que, como todo pasado, siempre encierra la tramposa fantasía de haber sido mejor– y en los misteriosos claroscuros de la memoria, que ensombrecen o iluminan por capricho los distintos momentos que la conforman, donde Salvatore vuelve a ser Totó, aquel chico que gracias al juego del cine conseguía que el mundo fuera perfecto. Aunque ciertamente no lo era.
Del mismo modo en que Perseo sobornaba a Caronte para entrar y salir del infierno, Salvatore (obvio alter ego de Tornatore) emprende un viaje de ida y vuelta a la tierra de aquel niño que fue. Y si personaje y director encarnan al héroe que de-safía a la muerte, el tiempo mismo, en Cinema Paradiso el cine cumple la función de aquellas monedas de oro para engañar al barquero. El cine como salvoconducto contra el tiempo, pero también como conjuro de aquel momento perfecto en que un padre le cuenta una historia a su hijo antes de dormir. Al fin y al cabo, ¿qué es el cine sino un juego en el que el espectador se permite ser niño otra vez, para dejarse contar ese cuento en la oscuridad? En el juego múltiple de los regresos, Tornatore (apellido que podría traducirse como “el que vuelve”) no sólo rinde homenaje a todo el cine: situar la infancia de Totó a mediados de los años ’50 es una referencia clara a la época dorada del cine italiano, cuando aquellos grandes directores antes mencionados comenzaban a crear una de las mejores cinematografías de la historia. Esa misma que Tornatore pretendía heredar.
Jorge Luis Borges solía repetir que a veces no es necesaria toda una obra para hacer un gran poeta, ni siquiera un libro o un poema completo; que quizá basta con un único verso, exquisito y perfecto, para volver a un hombre inmortal. Sin dudas, el escritor argentino exageraba. Pero a partir de esa afirmación, puede pensarse que aunque Giuseppe Tornatore no haya vuelto a filmar una película en donde lo emotivo y lo poético, lo técnico y lo estético, atraviesen el relato con la fluidez con que lo hacen en Cinema Paradiso, tal vez le alcance con ella para ser recordado. Y en cualquier futuro posible, su espíritu volverá a la vida en cada una de las sonrisas y las lágrimas que a cualquier espectador le arranque la sin igual historia de Totó y Alfredo. Sin golpes bajos, traiciones ni trucos innobles. ¿Qué otra prueba se necesita para reconocer un clásico?
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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