miércoles, 3 de junio de 2009
CINE - Z32, de Avi Mograbi: Asesino escondido en la pantalla
El extraño universo dialéctico que propone el documental Z32 -extraño para quienes aun no conozcan las mañas de su director, el israelí Avi Mograbi-, es uno de esos casos en los que el discurso es tan cristalino y ha sido articulado con tanta inteligencia, que no cabe ninguna duda respecto a su posición ante el tema expuesto. Curiosamente y sin que ello represente una contradicción de términos, la duda es el pedestal sobre el que se apoya Z32. Se trata, claro, del costado más cartesiano de la duda, antes dilema que prejuicio.
Avi Mograbi es, tanto por sus afiladas convicciones como por su original paleta de recursos cinematográficos, uno de los directores más lúcidos del momento. El estreno de Z32 en la sala Lugones del Teatro San Martín, es una excusa no sólo para conocerlo a través de su obra, sino también para sorprenderse, aprender y discutir con él. Más aun si la película se proyectará en el marco de una retrospectiva que incluye otros cuatro títulos de su obra (Cómo aprendí a vencer el miedo y a amar a Arik Sharon, Feliz cumpleaños Sr. Mograbi, Agosto, antes de la explosión y Venganza por uno de mis dos ojos). Para quienes no hayan visto su cine, el ciclo representa una oportunidad única en Buenos Aires. Tal vez irrepetible.
Solos frente a cámara, recostados contra las paredes despojadas de un departamento, una pareja joven comienza a mantener una conversación con la cual ninguno parece estar muy cómodo. La historia que contarán se repetirá varias veces durante la película y los detalles serán cada vez más crueles, inverosímiles. Él es un ex integrante de un cuerpo de elite israelí, que confiesa haber participado de una misión de represalia en territorio palestino para vengar la muerte de seis compañeros caídos en un ataque enemigo. El comando se dividirá en tres grupos y cada uno deberá hacerse cargo de dos víctimas: es la Ley del Talión. El resultado son dos policías palestinos muertos, ninguno de ellos armado. Durante toda la película él intenta que ella tome su lugar, haciendo que repita una y otra vez los detalles de la matanza. Él, que se dice arrepentido, también quiere ser perdonado, pero perdonado por ella y ella quiere entender por qué alguien tan próximo es capaz de un comportamiento tan lejano a su comprensión. Sus rostros están esfumados con un efecto digital y apenas podemos ver sus ojos y sus bocas: nunca es suficiente para saber si todo aquello –culpa, dolor, horror- es genuino.
El conflicto con Palestina y los perfiles que a este le han dado los sucesivos gobiernos, han colocado a Israel en una posición incómoda. En primer lugar porque se continúa tirando del hilo cada vez más delgado de las relaciones con el mundo árabe, pero sobre todo porque, para muchos, Israel ha pasado sin demasiadas etapas intermedias a calzarse la máscara del victimario, aquella que tantas veces padeció. Y es el propio Mograbi, desde el seno de la sociedad hebrea, quien se hace las preguntas. Pero no en un sentido simbólico: todo a lo largo de la película, el director, sentado en un escritorio en su casa, acompañado por un piano o una orquesta, va enumerando sus escrúpulos y dilemas en forma de contundentes cancioncitas que canta mirando a cámara. Enmarcados en un sentido del humor y una ironía que no por oscuros pierden su gracia, esos temores suyos que van desde la propia visión crítica acerca del hecho particular –que de inmediato se traslada a una mirada global del conflicto con Palestina-, hasta cuestionar el meollo ético de encubrir un crimen de guerra con la excusa de una película.
Progresivamente, las máscaras con las que Mograbi cubre los rostros del soldado y su novia irán desde el clásico efecto nube, a máscaras digitales en tres dimensiones de factura más compleja, hasta llegar a la hiperbólica superposición de la fotografía de un rostro desconocido sobre la cara del soldado. No hay forma más terrible para admitir que las causas del horror son propias y anónimas, a un tiempo ajenas y familiares. Que son de nadie y de cualquiera las manos manchadas de sangre. Ambos recursos, canción y máscara, remiten de manera definitiva no sólo a dos de los más legítimos y clásicos recursos cinematográficos, sino que conforman de manera seminal dos de las formas de expresión más típicas de la cultura humana, y acercan a Z32 a los coros enmascarados del teatro griego o, todavía más atrás, al canto del brujo en un rito tribal. Todo esto alejado de cualquier solemnidad, mientras su mujer vuelve de hacer las compras y el perro pasea por el departamento.
Artículo publicado originalmente en revista Ñ.
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