viernes, 26 de agosto de 2011

CINE Y LIBROS - Hachazos, de Andrés Di Tella: Buscar reflejos en la luz

Es difícil, pero no imposible, tener que escribir de esa entidad múltiple llamada Hachazos, que es a la vez la última película y el primer libro de Andrés Di Tella, sin hacerlo en primera persona. No sólo porque la experiencia tiende de inmediato a circular por las arterias de lo personal, sino porque, como en otros de los trabajos de Di Tella, hay mucho de lo biográfico y lo autobiográfico atravesándose entre estos Hachazos. De los deseos, obsesiones, fantasías y del imaginario que organizan al individuo, que en este caso son dos. Porque Hachazos no es sino el retrato que el propio Di Tella se propuso realizar de Claudio Caldini, artista secreto del cine experimental surgido del gran caldo cultural y creativo que se coció en la Argentina a partir de los últimos años de la década del 60, y hasta que el golpe militar de 1976 lo sepultara todo bajo la pesada losa de un horror arrasador. Pero que también tiene mucho de dibujo frente al espejo. 

Aunque Caldini puede ser visto hoy como una maravilla anacrónica, su origen está en las vanguardias que tuvieron su epicentro en el mítico Instituto Di Tella. Su herramienta es el Súper 8, formato en el que se permitió todo tipo de experimentos que, por época y estética, bien pueden ser pensados desde el presente como cercanos a la psicodelia. Las películas de Cladini inducen al trance y sólo pueden disfrutarse a partir de una contemplación liberada de los precintos de la racionalidad impersonal que rige al mundo moderno. 

El libro y la película de Di Tella se permiten curiosear, excavar y reordenar la vida de un hombre que parece tener más de una. Y establecer relaciones entre su obra y una biografía que incluye el dolor de amigos desaparecidos, exilio, viajes a la India, delirios místicos, nomadismo forzado y una pasión constante por los misterios del cine. Y si el cine puede ser entendido de manera esencial como juegos con la luz, Hachazos abunda en refracciones y reflexiones, en claroscuros y sobre exposiciones que van más allá de lo meramente fotográfico. La fascinación de Di Tella con Caldini bien podría no ser otra cosa que la búsqueda de un reflejo, un intento de encontrar las sombras y destellos que, por ángulo o por encuadre, escapan al retrato que puede construirse de sí mismo. 

Para Di Tella, Caldini no es solamente admirable por esa obra milagrosa que de manera parcial presenta en su película; en él también se condensan fragmentos de un universo común, que recolecta con avidez. Sí en Fotografías, Di Tella desandaba un camino hacia la India en busca del tronco de su propia genealogía, en Hachazos el cine se convierte en el metal conductor para desplegar una mirada mística que busca desafiar la percepción, pero siempre dentro de las posibilidades estéticas de su propio cine, sin el desborde que caracteriza la obra de Caldini. 

Porque si algo tiene en claro Di Tella son las fronteras que los separan. “Se trataba de dos cineastas muy diferentes, que encarnaban concepciones casi antagónicas del cine”, escribe Di Tella en el último capítulo del libro. “La narración y la contemplación. El testimonio y la imagen. La figura y la abstracción. Ahí estaba el conflicto”. Como si de psicoanálisis se tratara, es la transferencia lo que parece unir al director con su personaje, círculo virtuoso cuyo resultado son estos dos certeros Hachazos que también interpelan al lector-espectador.  

Hachazos se proyecta todos los domingos de Agosto y Septiembre a las 18, en el espacio Malba.Cine, Av. Figueroa Alcorta 3415.  

Artículo Publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

domingo, 21 de agosto de 2011

MUSICA - The Clash (1977), de The Clash: Londres, ciudad de la furia

Como Londres se avino por algunos días, que podrían ser semanas o meses, a calzarse la piel arrancada de La Ciudad de la Furia, no está mal volver en el tiempo y tender hilos con alguna versión anterior igual de rabiosa, que permita ver el presente desde la historia. Sería demasiado obvio detenerse en London Calling, cuando Londres llamaba a los inframundos porque la ciudad ardía, pero no importaba si te tocaba vivir a orillas del río. Dejamos que el reloj siga su retirada: es 1977. Londres es abrasada por la recesión, el desempleo, los problemas raciales. Y el Punk. Los Pistols, Damned, The Jam, todos golpean al Reino con el furor de la juventud. Pero son los Clash quienes terminan de encender las llamas de un Punk revolucionario que no duda en saludar al Sandinismo, la Guerra Civil española o los movimientos de liberación latinoamericanos. En su álbum debut se entusiasman con quemar todo, en “London’s Burning”, y sueñan con una revuelta blanca. Dos años después al Reino le llegaba la Thatcher. ¿Y ahora qué pasa, eh?

Artículo publicado originalmente el el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 19 de agosto de 2011

CINE - Cerro Bayo, de Victoria Galardi: Obsesiones y secretos en familia

Hay una línea tenue, un punto preciso en el que la gracia pasa de la sonrisa a la risa franca. Un punto que no tiene una medida específica: no se trata de segundos ni de centímetros; mucho menos de onzas, yardas o galones. El punto es un momento, apenas y nada menos, en el que esa gracia se permite dejar de ser una sensación amable y contenida para volverse descarga. Cerro Bayo, segunda película de Victoria Galardi como directora y guionista, se permite pocas veces atravesar ese umbral y está bien que así sea. El abuso le quitaría lo mejor que tiene la película: la permanente sensación, amable y contenida, de la sonrisa. Porque Cerro Bayo es una comedia, sí, pero no de las que pretende atragantar al espectador con una metralla de situaciones, sino de las que construyen espacios y atmósferas que –también es cierto– no siempre darían gracia en la vida real, pero que Galardi se permite presentar en su ficción con ironía, más algo de humor negro y falsa inocencia.
La acción transcurre en una villa turística de montaña, en el sur argentino, días antes del inicio de la temporada de invierno. Una familia del lugar se prepara para encarar esa apertura, que incluye una fiesta a la que todo el pueblo y los turistas planean acudir. Como cualquier familia, ésta tiene sus internas y cada uno de sus miembros, sus propios problemas que resolver. Juana, la abuela materna, parece soportar fríamente un peso que ya no le es grato cargar. Tras ocultar un paquete bajo la losa de la tumba de su marido, Juana (Adela Gleijer) sella las hendijas de las ventanas y la puerta de su habitación, corta la manguerita de goma que lleva el gas a la estufa y se sienta, tranquila, a esperar que la muerte suceda. Como todos sabrán, lo peor del suicidio es que el trauma lo cargan los que quedan vivos. ¿Seguro que Cerro Bayo es una comedia?
Lo que ella no esperaba es que Marta (Adriana Barraza), su hija mayor, llegara a visitarla justo antes de que el suicidio se consume. Y Juana termina hospitalizada, en coma. La familia comenzará a girar a partir de allí en torno de esa Juana, que no murió pero que apenas si está viva. Eduardo, el marido de Marta (interpretado por Guillermo Arengo), deberá sumar la tarea de consolar a su angustiada esposa a su rutina diaria de atender con pocas ganas su estéril negocio inmobiliario, ocupación que le permite su único placer en la vida: fumar a escondidas. Inés y Lucas (Inés Efrón y Nahuel Pérez Biscayart) son los hijos de Marta y Eduardo. Ella quiere ser elegida Reina del Cerro, para que su cara esté durante el invierno en todos los carteles turísticos de la ciudad. Sin embargo, la preocupa cierto rictus que delata –ella está segura– que nunca ha tenido un orgasmo en su vida. El, skater y esquiador, intenta conseguir los euros que necesita para irse a Europa a participar de una competencia junto con un amigo. Demasiados euros. Desde Buenos Aires, llena de deudas y fracasos, llega Mercedes (graciosa, como siempre, Verónica Llinás), la hija menor de Juana, que hace años se fue del pueblo queriendo dejar ahí un desengaño que siempre la alcanza. El chisme de que Juana, al parecer una ludópata perdida, ganó en el casino una importante suma antes de intentar matarse, se convertirá en el centro sobre el cual las historias comenzarán a desarrollarse.
Como la protagonista de su película anterior (Amorosa Soledad, codirigida con Martín Carranza), los personajes de Cerro Bayo cargan sus obsesiones con dificultad y que cada uno guarde un secreto que no quieren o no se animan a revelar, no les hace la vida más sencilla. La muerte, el dinero, la ambición, el sexo, el amor esquivo, son las máscaras detrás de las cuales ellos querrán esconderse para sentirse menos vulnerables. Sin embargo, algunos de esos elementos pueden ser una puerta de salida que quizá no todos lleguen a encontrar. Cerro Bayo –título que refiere a uno de los cerros a cuyos pies se levanta ese pueblito, que es nada menos que Villa La Angostura, en Neuquén, justo antes de que la ceniza volcánica convirtiera el lugar en zona de desastre– es una comedia cuyo acierto es contagiar una sonrisa amarga que pocas veces accede a cruzar ese límite hacia la risa y logra obtener del recurso toda ganancia posible. Galardi consigue un gran trabajo de todo el elenco, entre quienes Efrón y Biscayart (no iba a pasar mucho tiempo hasta que a alguien se le ocurriera hacerlos jugar de hermanos) vuelven a destacarse como dos de los más sólidos intérpretes jóvenes del cine argentino. Sí algo se le puede reprochar a Cerro Bayo son algunos giros de la trama que, por anunciados, terminan siendo previsibles. El resto es beneficio.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y espectáculos de Página/12.

lunes, 15 de agosto de 2011

LIBROS - Siete guerreros nortumbrios, Investigación de Martín Hadis sobre la lápida de Borges: Mitología para cruzar la laguna

Aunque ya no se trata de nuevos cuentos o poemas, sino de ensayos, tesis e investigaciones escritas por gran cantidad de autores, el inagotable personaje de Jorge Luis Borges sigue generando material. Porque ya no caben dudas: Borges hizo de sí mismo un personaje, que coincide pero también excede al autor de su obra. El último de ellos es el que el investigador argentino Martín Hadis devela en su nuevo libro Siete guerreros nortumbrios: el significado de las imágenes e inscripciones que componen la lápida que señala el sitio en el que el escritor fue enterrado en el cementerio de Ginebra, Suiza, en 1986.
No es el primero de los trabajos que Hadis le ha dedicado a Jorge Luis Borges. Ya en Literatos y excéntricos, el autor descendía por la rama inglesa del árbol genealógico del autor de Ficciones. Esa y otras investigaciones lo fueron acercando al enigma de la lápida. “A través de ellas fui entendiendo a Borges más profundamente y por ende, sumando elementos para descifrar el código tallado en la roca”, afirma Hadis.

“Este libro está basado en la convergencia de toda esa información y es el resultado de dos décadas de estudio y análisis”. Trabajo que, según él mismo concede, no ha sido sencillo: “logré romper el código hace unos dos años y recién ahí comencé a escribirlo”.
El título refiere a los siete guerreros tallados en la cara anterior de la lápida, realizada por el escultor argentino Eduardo Longato según un diseño hecho por la viuda del escritor, María Kodama. El anverso de la piedra se completa con una frase en inglés antiguo y una cruz celta, mientras que su reverso presenta la imagen de una embarcación vikinga y otras dos frases, una escrita en escandinavo y la otra, una dedicatoria: “De Ulrica a Javier Otárola”. Hadis acepta que cada uno de esos elementos que componen la piedra “son borgeanos, aunque no tan obvios como los laberintos o los tigres”, por lo tanto no tan sencillos de rastrear dentro de su obra formal. “No están ‘expuestos’ en la obra, sino enhebrados en ella. No diría que me sorprenden los elementos en sí; lo que causa asombro es la curiosa armonía que existe entre ellos, cómo resuenan entre sí y la cadena infinita de alusiones que estos inician hacia la vida y la obra de Borges.”

Sin embargo, aunque casi no refieran a ninguno de sus textos en verso o en prosa, el conjunto de esos elementos innegable- mente refieren al Borges más íntimo. “Esos símbolos y frases apuntan directamente al núcleo de su obra y sus pasiones centrales: el coraje, el destino, la erudición y los idiomas”, continúa el investigador. Según Hadis, “Borges describe la escultura de los siete guerreros ya en 1951, en su libro Antiguas literaturas germánicas. La frase que figura debajo de ellos pertenece a un poema sajón del siglo X (‘La batalla de Maldon’), mientras que una de las frases del reverso es el epígrafe ‘Ulrica, uno de sus cuentos’. La otra pertenece a un poema épico de origen islandés.”
La escritura de Siete guerreros nortumbrios demandó a Hadis una exploración laboriosa, ya que no sólo se trató de la búsqueda exhaustiva del origen de cada frase o el significado de cada figura, sino que “es el resultado de años de esfuerzo y aprendizajes diversos, y de tres décadas de leer a Borges asociándolo a todas las disciplinas que estudié estos años”. Un trabajo al borde de la obsesión, que ha dado como resultado este libro complejo que los lectores de Borges sabrán disfrutar con gratitud.
Como recompensa adicional, el esfuerzo tuvo para Martín Hadis un valor agregado insuperable: visitar en persona la tumba de Borges en Suiza. “Lo hice en 2001 y fue raro estar ahí: leer los textos en inglés y nórdico antiguo en la roca, y ver esas imágenes que, a pesar de su origen sajón y vikingo remiten en el contexto de la obra de Borges a la Argentina. La sensación fue de estar fuera del espacio y del tiempo.” Una experiencia a la que los lectores del gran escritor argentino están habituados, pero que no deja de maravillar y sorprender. Muerto, Borges sigue siendo un enigma a resolver. <


Siete guerreros nortumbrios se presenta este próximo miércoles a las 19:00, en el Malba, Figueroa Alcorta 3415.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

miércoles, 10 de agosto de 2011

LA COLUMNA TORCIDA - Misantropía o dictadura

Cuando hace algunos años surgió la posibilidad cierta de vivir escribiendo, el periodismo fue una alternativa. Un paliativo oportuno de otra cosa, un deseo, uno de esos que avergüenzan y que siempre tengo a mano para reprocharme la falta de determinación. En aquel momento pensé en qué me gustaría hacer por el resto de mi vida y el cine, la música, la literatura, los deportes se amontonaron, sin orden pero con rapidez, para ofrecerme sus servicios. Cualquiera que lea este inventario y note que se encuentra impreso en la contratapa de un suplemento de cultura, podrá deducir con mínimo margen de error cuál fue la elección. Incluso hasta podrá encontrar en ello una lógica que presume de irrefutable: la tarea de dedicarse a escribir sobre cultura engloba en sí misma la proximidad de las películas, los discos y los libros. El elocuente 3 a 1 parece suficiente motivo. A pesar de que tal razonamiento tiene bastante de cierto, no fue tan así como las cosas ocurrieron en mi cabeza.En el cine la gente está callada; los libros se leen en silencio (excepción hecha de los que eligen los hijos como extorsión para ir a la cama); y en el caso de los discos, son ellos los que nos cantan y no al revés. Pueden juzgarme un misántropo, pero creo que fue ese encapsulamiento el que inclinó la balanza lejos de los deportes. El fútbol es emblemático: en las tribunas hay voces y todas se creen más importantes que el juego. Como en el coliseo, los hinchas asumen que son ellos los que imperan y que quienes van a morir deben entonces saludarlos. Cuando un hincha grita “puto” desde su tablón, lo que deja en claro es una lógica escoleótica según la cuál su “pasión” lo habilita a humillar al otro; el espectador se piensa más importante que el actor. Pero aunque la culpa es de todos, a los periodistas nos toca reconocer que alimentamos al monstruo: programas como El aguante, que en los 90 confundió agresión y estupidez con pintoresquismo, engordaron el ego de la bestia, hasta convencerla de que el verdadero show es el que da ella, ahí afuera. No hay peor tiranía.Por eso elegí lo otro. Porque si a algún lector de Borges se le ocurre mentar las vergüenzas de Leonor Acevedo, o a otro sugerirle a Alfonsina que se vaya a lavar los platos al mar, seguro lo hará desde su cama, con la almohada como respaldo y a la luz de un velador. Al fútbol prefiero jugarlo, como pueda y con amigos, o verlo por televisión.

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Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 4 de agosto de 2011

CINE Y LIBROS - Zombis, los modernos Prometeos: La reencarnación de los muertos y Filosofía zombi

Es rica la mitología: sabrosa y fértil. Si lo sabrían Freud, Borges, Tolkien, John Ford, quienes, cada uno a su modo, admiraron, estudiaron, reescribieron y generaron construcciones míticas. Ocurre que el relato mítico ha tenido la capacidad ancestral de contener de manera encriptada, poética, aquello que el resto de los lenguajes humanos nunca pudo decir mejor de manera directa. Conforme la historia ha ido avanzando, lo mítico también fue modificando su estatus, de las tradicionales mitologías religiosas de la antigüedad a las épicas populares de la edad media. Con la modernidad, aunque lejos de perder potencia, el relato mítico comenzó a ser barrido bajo la alfombra de las supersticiones: aquellas creencias que lejos del progreso avasallante -y avasallador- que proponía la iluminada Europa cristiana (un mero conjunto de supersticiones con estatus canónico, por otra parte), podían ser reducidas con desprecio a la categoría de “lo pagano”. Civilización contra barbarie en estado puro.

Vampiros y resucitados: la edad contemporánea. El siglo XIX generó los que tal vez sean los únicos mitos modernos, de la mano de dos escritores que para la historia de las letras son menores, pero sin dudas de los más importantes en la cultura popular. En 1918, Mary Wollstonecraft, típica adolescente romántica, publicó Frankestein, o el moderno Prometeo. Nacido de un verano de poesía y tormenta a orillas del lago Leman, en Suiza, compartido con su marido Percy Shelley y los amigos George “Lord” Byron y John William Polidori, poetas todos ellos, el relato lleva las señas inconfundibles del espíritu gótico de su época. En esas mismas vacaciones, Polidori escribiría El vampiro, que junto con Carmillia de Sheridan Le Fanú, son los más sólidos antecedentes de Drácula, la novela con la que Bram Stoker terminó de consolidar el mito victoriano del vampiro aristocrático y seductor, que desde la Europa Central trae la peste al mundo civilizado. (Todo parecido con la realidad sociopolítica europea actual puede no ser pura coincidencia).
Como azaroso comentario adicional, merece destacarse el valor del lago Leman como potente vehículo para la generación de relatos míticos; basta recordar que la historia -¿o leyenda?- detrás de "Humo sobre el agua", emblemática canción de la agrupación inglesa de rock pesado Deep Purple, también ocurrió allí. Una nota marginal que, aunque simpática, quiza excedael tema de este artículo. ¿O no?
Lo cierto es que aquel injerto de muertos imaginado por Mary, y el conde rumano para quien, como Orfeo, el amor es más definitivo que la muerte, constituyen, con la imprescindible ayuda del lenguaje cinematográfico, los dos grandes mitos que pueden considerarse propios del siglo XX. Porque no caben dudas que desde su nacimiento en 1895, dos años antes de que Stoker publicara su novela, el cine ha sido el gran generador de relatos del siglo pasado, el factor decisivo para que muertos vivos y no muertos se instalaran con fuerza en el imaginario popular.

Vienen por ti, Bárbara. Pero no es el glamour del vampiro lo que interesa acá porque, además, se trata de un mito de clausura: el cuento del decadente vampiro que no encuentra lugar en un mundo moderno, coincide con el final del período victoriano, decadente por excelencia. Por el contrario, la historia que se cuenta en Frankenstein es un primer esbozo de un futuro deseado, que representa además la mayor fantasía de la era industrial: la de la posibilidad humana de crear vida. Un anhelo comparable al que alimentó a los arquitectos de Babel, enceguecidos por el afán de rascarle la barriga a Dios.
Y sin dudas no puede considerarse glamoroso a un cadáver que, imposibilitado de persistir en la muerte, se ve obligado a deambular sin pulso, sin voluntad, puro despojo, pura necesidad insatisfecha. Porque eso es lo que son los muertos vivientes creados por el director norteamericano George Romero, hijos legítimos de aquella criatura animada por Víctor Frankenstein. Lejos de la lujuria del vampiro, donde lo que manda es la satisfacción de un deseo que tiene mucho de sensual, el zombi romeriano va sin rumbo, tratando de paliar una necesidad que es básica y primal: calmar un hambre sin límites. Desconectados de aquellos personajes de los filmes que en los años 40 y 50, a partir de leyendas del vudú haitiano, referían a cadáveres levantados de sus tumbas por una voluntad mágica que los controlaba, los zombis de Romero son víctimas de corrupciones surgidas del corazón mismo del progreso tal como lo concibe la cultura capitalista. Escapes radioactivos, mutaciones genéticas o epidemias de laboratorio son algunos de los orígenes que justifican el horror. Otras veces la elipsis sobre las causas del desastre es completa: el origen no importa, porque la semilla del mal siempre está en los mecanismos básicos de una sociedad cada vez menos humana. Como el personaje de Wollstonecraft, el zombi es a la vez monstruo y víctima.
Hace un par de semanas se estrenó en Buenos Aires Survival of the dead, sexta entrega de la saga de Romero sobre muertos ambulantes, rebautizada de forma inexplicable como La reencarnación de los muertos. Si bien se trata de la más floja de todas, el veterano director vuelve a demostrar que, más allá de ser un personaje eficaz a la hora de causar algún susto, la masa zombi es, como otros mitos, un símbolo útil para hablar de modo indirecto, poético a su manera, de los vivos.

El libro de los muertos. El filólogo español Jorge Fernández Gonzalo acaba de publicar Filosofía zombi (Anagrama, 2011), donde consigue construir interesantes relecturas de los trabajos de Romero. Organizado en capítulos que se ocupan de ellos de manera individual, Fernández Gonzalo profundiza la ya famosa referencia a la segregación racial, de la inaugural La noche de los muertos vivos, de 1968, pasando por la crítica al hiperconsumo (El amanecer de los muertos, 1978); la educación conductista (El día de los muertos, 1985); las insalvables distancias sociales del mundo neoliberal y la lucha de clases (La tierra de los muertos, 2005), o la dependencia mediática (El diario de los muertos, 2007). Filosofía zombi pone el acento sobre la figura del muerto viviente como símbolo de la creciente deshumanización de los lazos entre individuos, y no duda en recurrir a Freud, Deleuze, Lacan o Barthes para soportar su análisis. Lo más interesante que aporta el libro del filólogo español, es la certeza de que. como humo sobre el agua, el hombre actual se encuentra alienado intentando satisfacer necesidades ilusorias, alimentadas por un mundo virtual de publicidades, marcas y productos, más que en trabar contactos humanos reales.
Y así como para el zombi nada más existe un hambre que sólo puede saciar la carne humana, el hombre moderno ha dejado de desear -porque el deseo involucra el reconocimiento de un otro-, para aislarse en estas necesidades ante las que se es único, solitario y final. En este punto es donde tal vez todos podríamos decir, a la manera de Flaubert: “Los zombis somos nosotros”.


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Versión ampliada del artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.