Los últimos rescoldos de la 21° edición de BAFICI comienzan a apagarse. Mucha carne cinematográfica se coció este año sobre esas brasas, aunque hay que reconocer que fue mucha menos que en temporadas anteriores. Era imposible que la crisis no impactara en su abundante programación, que este año se vio menguada de manera considerable en cantidad aunque manteniendo intacta su calidad.
Competencias, secciones temáticas y focos dedicados a destacar la obra de artistas puntuales volvieron a proponer distintos caminos desde los cuales recorrer un contenido que, incluso disminuido, sigue siendo humanamente inabarcable. Pero más allá de estos senderos “oficiales”, establecidos a partir del concepto curatorial, hay muchas formas de recorrer este y cualquier festival de cine. Solo es necesario estar atento para encontrar diagonales y líneas de puntos que tejen una red de conexiones entre películas que el catálogo se ha encargado de separar, interponiendo muchas páginas entre ellas.
Los amantes de las narrativas del crimen más atentos tal vez hayan notado que este año era posible armar una suerte de trilogía espontanea, orquestada en torno a tres documentales dedicados a contar historias de la vida marginal, que formaron parte de tres secciones distintas. Dentro de la Competencia de Vanguardia y Género se proyectó Apuntes para una película de atracos, documental de León Siminiani que cuenta el caso del Robin Hood de Vallecas, el líder de una banda de boqueteros que en 2013 desvalijó siete bancos de Madrid entrando por el sistema público de alcantarillas y sin disparar un solo tiro. La sección "Lugares", integrada por películas dedicadas a recorrer distintas ciudades y espacios desde los puntos de vista más diversos, incluyó entre las suyas al film Camorra, del italiano Francesco Patierno. Ahí se traza una genealogía posible del hampa de la ciudad de Nápoles, incluyendo una mirada social que excede la mera crónica policial. Finalmente en la sección "Trayectorias", que reúne los últimos trabajos de un grupo de prestigiosos directores, pudo verse Shooting The Mafia, de la británica Kim Longinotto, en la cual realiza un retrato de la fotógrafa palermitana Letizia Battaglia, primera mujer en integrar el departamento de fotografía de un diario italiano, quien posee un impresionante archivo de imágenes vinculadas a la Cosa Nostra, la mafia siciliana.
La historia de Battaglia verdaderamente valía una película. Nacida en Palermo, epicentro de las actividades del crimen organizado en la isla del sur de Italia, la fotógrafa puede ser considerada uno de esos moldes que sentaron las bases para construir el nuevo modelo de mujer que comenzó a tomar forma durante el transcurso del siglo XX. Chica liberal que nunca le temió a poner sus propios deseos por delante de los prejuicios sociales, Battaglia descubrió su pasión por la fotografía casi al mismo tiempo que la que aún hoy siente por los hombres, a sus más de 80 años. Luego de desempeñarse algún tiempo como cronista de un diario de su ciudad, descubrió que su amor por las fotos podía ser también una herramienta de trabajo y así se convirtió en la primera fotógrafa del periodismo italiano. Así también entró en contacto con los asesinatos que a diario tenían lugar en las calles de Palermo.
Shooting The Mafia juega con la doble acepción del verbo disparar, que en el idioma inglés tanto se aplica a un arma como a una cámara de fotos. En ella se presentan las imágenes captadas por Battaglia a lo largo de más de 50 años: cuerpos acribillados en el suelo o en el interior de un auto; charcos de sangre; mujeres llorando a los gritos que necesitan de cuatro o más policías para contenerla; ejércitos de niños portando armas. Un horror que parece no tener fin.
Pero fotografiar a la mafia también implica retratar la pobreza de una de las regiones más miserables de Italia. Battaglia muestra la foto de una madre sentada con un bebé en brazos y otros dos nenes chiquitos alrededor. Cuenta que esa mujer con cara de cansada estaba tan sobrepasada, fregando la escalera de su casa, que no sintió el llanto de su bebé. Cuando lo escuchó y se acercó a calmarlo, se encontró con una rata comiendo los dedos del pequeño. “Fotografiar el dolor es vergonzoso”, reconoce Battaglia, pero sabe que su trabajo debía ser hecho y su archivo hoy cobra un valor testimonial invaluable, convertido en memoria gráfica.
El paisaje que se retrata en Camorra es el de la ciudad de Nápoles, cuya estructura criminal no era en principio tan organizada como la de la Cosa Nostra y hasta casi los años ’80 se mantuvo a la sombra de las mafias de Sicilia y Marsella, y vinculada sobre todo a los delitos de contrabando. Sin embargo, la conclusión es la misma: prestarle atención al mundo del crimen equivale a tener que recorrer sus vínculos directos con la pobreza y el abandono de las clases bajas por parte del estado o las estructuras del poder económico. “Nápoles no es una ciudad mafiosa, sino una ciudad plebeya”, afirma la voz en off.
Esa misma voz expone su tesis con claridad: el crimen organizado (al que en Nápoles se conoce como camorra) actúa como un airbag que contiene la rebelión social y protege los intereses de las clases poderosas. En otras palabras: mientras al pobre se le permita delinquir para garantizar su supervivencia, entonces la paz social estará salvagurdada y los grandes capitales no deberán preocuparse por atender las molestas consecuencias de la miseria. La camorra es entonces un poder del cual se sirvieron durante muchos años políticos y poderosos.
Una imagen incluida en Shooting the Mafia parece confirmar la connivencia. A mediados de los ’60 es capturado por la policía Luciano Leggio, jefe de la mafia que tenía su centro en el pueblo de Corleone, en la cual se inspiró Mario Puzzo para su personaje de El Padrino. En las imágenes de televisión de la época se puede ver por la luneta trasera del patrullero que se aleja cómo uno de los policías que flanquean al capo mafia lo palmea en la espalda. Como si fuesen amigos, como si hubiera confianza. Como si formaran parte del mismo equipo. Un sistema que fácilmente puede trasladarse a cualquier parte del mundo para comprobar que su funcionamiento sigue siendo el mismo y aún es muy eficaz.
Construido con un impresionante material de archivo que incluye reportajes e informes televisivos de las décadas de 1960 y 1970 en los cuales se aborda el vínculo entre la pobreza y el delito, Camorra es un documental elocuente. Alcanza ver y escuchar a grupos de chicos de entre 10 y 15 años contando sus tempranas experiencias criminales para conmoverse. Las primeras víctimas del crimen convertido en una enfermedad social endémica no son entonces ni los asaltados, ni los extorsionados, ni siquiera los muertos, sino esos chicos aplastados cada vez más contra los márgenes y la exclusión. Las imágenes de aquella Nápoles en blanco y negro muestran una ciudad que todavía conservaba un sistema social y una dinámica pública más parecida a la de una enorme aldea medieval que a la Europa del siglo XX. Un hervidero de miseria.
Si bien en su tema central Apuntes para una película de atracos se aparta en apariencia de las dos películas anteriores, por detrás la recorren las mismas certezas. Es cierto que la historia del delincuente conocido como el Robin Hood de Vallecas transcurre en Madrid y no en el sur italiano, de la misma forma que los hechos tienen lugar ya en el siglo XXI y no en el anterior, como en los otros documentales. Pero las historias de crimen nunca son felices y saberlo permite comenzar a tender puentes.
Siminiani es fanático de las películas policiales y siempre tuvo la fantasía de filmar una, en especial una de atracos, de robos a bancos, como las que se contaban en la época del film noir. Cuando el director escucha por primera vez la noticia de los siete robos realizados por una banda de boqueteros (o butroneros, como se los llama en España), queda fascinado con la historia de su líder, un hombre común sin antecedentes criminales ni necesidades económicas que acaba convertido en delincuente. De ahí a contactarlo en la cárcel luego de su detención, ya bautizado por los periodistas (siempre tan creativos) como el Robin Hood de Vallecas, había solo un paso.
Buena parte de la película se encarga de reconstruir la forma en que el cineasta y el delincuente comenzaron a forjar una relación que nace con la película pero que de a poco comienza a deslizarse hacia otro tipo de vínculo. El ladrón le enseña todo sobre la red del alcantarillado de Madrid y el director va y se mete por el mismo lugar que el otro y llega hasta el boquete todavía abierto bajo el sótano del banco. La película vale la pena solo por esa escena claustrofóbica bajo las calle madrileñas. Pero no es lo único.
Para convencerlo de participar en el documental, en un momento el director le dice al delincuente que “los documentales son más reales que las películas”. Una afirmación bastante torpe viniendo de un cineasta y no solo por colocar al cine documental por fuera de la categoría de "Las Películas". Porque: ¿qué serían los documentales si son algo distinto de las películas? La sorpresa llega con la respuesta del ladrón, que no solo lo refuta sino que ofrece una espontanea muestra de inteligencia intuitiva, tal vez sin comprender del todo los alcances de su contestación: “Te diré que realidad solo hay una”. Es cierto: el cine siempre es una imagen subjetiva y el documental no está exento de esa regla.
El increíble Robin Hood de Vallecas toma como propio un lema que popularizó el ladrón italiano Albert Spaggiari, quien se hizo famoso por el robo millonario a un banco de Niza, Francia, realizado en 1976 utilizando el mismo método del boquete, cuya máxima era: “Sin odio, sin violencia, sin armas”. Curiosamente la frase se opone en lo simbólico, lo práctico y lo ideológico al modus operandi de la mafia, sistema criminal con el que se identifica a la delincuencia italiana, basado en el terror y la violencia.
A pesar de las diferencias, como las dos películas anteriores Apuntes para una película de atracos acaba por encontrar el origen del problema y a la vez el pico de su crueldad en una niñez descuidada. El Robin Hood vallecano vuelve una y otra vez al vínculo con su padre, también ladrón y traficante de drogas, con quien lo une una ambigua sensación de amor, culpa y reproche. “Mi padre era un crack”, se enorgullece el boquetero, que un rato antes había reconocido que aquel no había sido con él todo lo cuidadoso que un padre debería ser con sus hijos. Es por eso que el Robin Hood de los boquetes aparece toda la película con una máscara, para no ser reconocido. Él también ahora es padre y prefiere no repetir el mal ejemplo. Es ahí, en esa ternura, donde Apuntes para una película de atracos recupera esa humanidad que las otras dos películas habían dado por perdida.
Artículo publicado originalmente en la revista digital La Agenda.
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