Hay más informaciones de la Competencia Argentina del Bafici para este boletín. Proyectada por primera vez sábado, Las facultades, ópera prima de Eloisa Solaas, ex programadora de este festival allá lejos, hace tiempo y durante varios años, resulta un aporte enorme a la sección. La película propone un viaje al interior del mundo académico pero sin la ironía cómplice de Spice it Up (Canadá; Lev Lewis, Yonah Lewis y Calvin Thomas) o el sarcasmo filoso y algo cancherito de Music and Apocalypse (Alemania; Max Linz), dos de los títulos que integran la Competencia Internacional y de los que Diego Brodersen ya realizó un oportuno acercamiento en su cobertura publicada hace unos días en estas mismas páginas.
Si en aquellas lo que prima es la intención de caricaturizar ciertas conductas, discursos y pretensiones de las instituciones educativas y su plantel docente, en este caso el foco está puesto con genuino interés en la relación que los alumnos establecen con el conocimiento. Solaas elige prestarle atención a ellos y a las formas en que estos se vinculan con el estudio, con la aprehensión y transmisión de los contenidos y a las redes de colaboración que a partir de eso establecen con sus pares. Pero también a las diferentes reacciones emotivas que manifiestan ante la instancia evaluatoria.
Sin embargo las primeras escenas de Las facultades hacen temer lo peor. En ellas una serie de planos fijos registran a los alumnos de distintas facultades (todas o casi todas ellas de la UBA) durante sus sesiones de estudio y preparación de trabajos prácticos. La amenaza de que la película se convierta en una de esas en las que el director simplemente deja la cámara apostada en un lugar para que las cosas devengan frente a ella de forma azarosa, se cierne sobre el espectador aterrado. Pero no, enseguida queda claro que lo que se percibe como distancia entre el observador y su objeto es solo una apariencia. Cada plano elegido no solo proporcionará un cuadro planificado con rigor y desde la empatía, sino un fragmento de información vital para el discurso que la película irá construyendo de manera meticulosa.
A partir de los conceptos que aporta cada alumno Solaas va delineando un retrato muy claro del mundo, abordando la cuestión humana desde cada ángulo posible. Si la medicina aporta una mirada fisiológica de la naturaleza del hombre, la filosofía la abordará desde lo trascendente. Si las carreras sociales tratan de explicar la relación entre el individuo y la comunidad, la matemática sumará la lógica abstracta que rige el orden universal. Y la carrera de imagen y sonido resultará oportuna para dar cuenta de que el lenguaje cinematográfico reclama un espectador atento, capaz de comprenderlo de forma cabal. Que un diálogo siempre demanda dos interlocutores atentos.
Al contrario de Solaas, debutante en el Bafici como cineasta, el recorrido de Santiago Loza por este festival ya ha dejado una huella reconocible. No hace falta ir demasiado lejos para comprobarlo. Alcanza con recordar la edición 2018 para encontrarse con la premiere americana de Malambo, el hombre bueno, su trabajo anterior, que venía de proyectarse en la Berlinale. Exactamente ese mismo camino es el que ha hecho con Breve historia del planeta verde, una fabula en la que tres amigos viajan de la ciudad al campo, donde acaba de morir la abuela de uno de ellos. Aunque en este caso bien podría utilizarle el neologismo amigues, en virtud del amplio espectro genérico del grupo, integrado por una travesti, un chico gay y una chica que sufre por amor pero de quien en principio no se conoce el objeto de su deseo.
No se revela ningún secreto al contar que los protagonistas recibirán ahí una sorpresa: deben trasladar el cuerpo agonizante de un extraterrestre que la abuela encontró, adoptó y crió durante años. Loza utiliza la disrupción para explotar una tierna veta cómica, jugando con la doble acepción del término criatura, incluyendo al mismo tiempo la condición de ser creado y la de niño. De igual modo ese extraterrestre puede ser visto en los términos del cine de género, como en E.T. de Steven Spielberg o Starman de John Carpenter, o como alegoría de la forma en que las personas son percibidas. En la primera opción importa el fin: llevar al alien hasta un punto de encuentro. En la otra, como en el poema "Ítaca" de Constantine Kavafis, lo importante es el recorrido. A través de él los protagonistas exorcizarán su forma de autopercibirse como ajenos al mundo que les toca, alienígenas de lo humano. Y al mismo tiempo se permitirán redimir a quienes se sienten dueños del canon de la normalidad. No es descabellado afirmar que, como otros trabajos de Loza, Breve historia del planeta verde puede ser vista como una fábula cristiana por otros medios.
No menos alegórica resulta La vida en común, segundo trabajo de Ezequiél Yanco, cuya ópera prima Los días paso por este festival en 2012. Su nueva película toma como protagonistas a un grupo de adolescentes y niños de la comunidad Nación Ranquel, un caserío enclavado en la provincia de San Luis en tierras que la provincia restituyó a los integrantes de ese pueblo nativo. Las construcciones del lugar, cuyo diseño parece inspirado en el de las antiguas tolderías indígenas, aportan una extraña arquitectura que Yanco aprovecha para filmar en la triple frontera de lo real, lo poético y lo onírico.
Esa vida en común que comparten los jóvenes protagonistas se desarrolla en la inmensidad del desierto y dentro del proverbial silencio que lo define. Un mundo compuesto de pocas cosas y pocas palabras. Las imágenes que dan cuenta de esa vida contrastan con el potente relato en off realizado con la voz de uno de los niños, un relato de iniciación en torno a la caza de un puma que merodea la aldea, pero que para ellos representa la continuidad de otro relato que se intuye ancestral. Un texto profundo que incluye momentos de una poesía sublime y sumamente expresiva. En ella anida el alma de La vida en común, el núcleo de su poder.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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