La 21° edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires ya superó la rotonda que marca su primera mitad y comienza a emprender el camino de sus últimos días. Quiso el destino de la programación que dos de los nombres más populares de la Competencia Argentina, los paladines del cine ultra independiente Raúl Perrone y José Celestino Campusano, estrenaran sus últimos trabajos durante este tramo final.
Con Ituzaingó V3rit4 Perrone engrosa lo que a esta altura se podría denominar su etapa Cinecittà. Como ocurría de forma incipiente en Expiación y de modo más orgánico en Corsario (presentadas en las ediciones 2018 de Bafici y Mar del Plata), el cineasta del Oeste vuelve a trabajar sobre una estética que tiene como principal influencia la obra del italiano Pier Paolo Pasolini, pero también puntos de contacto formales con la nouvelle vague. Señas que en el caso de Corsario se volvían explícitas, ya que un Pasolini interpretado por el actor Martín Bermello era el protagonista de aquel film.
Su nueva película trabaja otra vez sobre un blanco y negro que se identifica con la textura del cine europeo de los ’60. Característica que el director acentúa no solo desde el trabajo de arte, maquillaje y vestuario sino con un casting que abunda en rostros de estilo mediterráneo, que completan ese paisaje ítalo-francés. Perrone apunta todo su arsenal de sátira contra el mundillo del cine independiente. Espacio al que sin dudas pertenece (sus películas fueron parte de al menos 14 o 15 ediciones del Bafici, convirtiéndolo tal vez en el director más reincidente en la historia del festival), pero del cual también disfruta renegar, bajo la máscara de niño terrible ya crecido.
Ituzaingó V3rit4 lanza sus dardos contra la pose cool de la burguesía cinematográfica local, contra las pretensiones (pseudo) artísticas vociferadas en público, e incluso contra el festival que acoge su obra. Ahí están un productor hipster, una realizadora de pose intelectual y un actor prestigioso y decadente conversando en una fiesta frívola acerca de la próxima película que presentarán en el “Bafuchi”, sin poder evitar sacarse una selfie cada 35 segundos. Este esquema consigue sostener alto el nivel de acidez durante los primeros dos tercios del relato. Pero poco antes del inicio del tercero el sarcasmo se diluye en los juegos de experimentación sonora, visual y puesta en escena que también son una parte reconocible del cine de Perrone.
Campusano también se ha vuelto una recurrencia en la programación de Bafici. Ausente hasta la edición 2013, desde entonces a la fecha todos los años (con excepción de 2016) han incluido uno de sus trabajos, pasando del rol de excluido, como él mismo se definió alguna vez, a ser amigo de la casa. A este 21° Bafici llega con su largometraje n° 15, Hombres de piel dura, donde no solo vuelve a recorrer de manera cruda los espacios y problemas de las clases obreras y rurales, sino que recupera lo más lúcido y lúdico de su cine.
Tras una larga seguidilla de títulos desparejos, donde muchas veces los textos caían en el didactismo o en el discurso de contenido subrayado, en Hombres de piel dura Campusano se muestra una vez más como un cineasta visceral pero perspicaz en el uso de los recursos de la narración. A eso debe sumarse un nuevo salto de calidad en los rubros técnicos, que también alejan a la película del rótulo de Cine Bruto con el cual bautizó a su productora. Mucho se especuló con la posibilidad de que lo mejor del cine de Campusano estuviera vinculado a ese carácter rústico de aquellos primeros trabajos. Pero aunque los excesos siguen siendo una marca que identifica su obra, Hombres de piel dura demuestra que si bien el estilo puede haberse depurado todavía es capaz de conmover, de impactar y capturar la atención del espectador.
El film comienza en el momento en que un cura de pueblo termina con el romance secreto que mantenía con Ariel, hijo adolescente de un chacarero de la zona. A partir de ahí recorrerá las historias de ambos. La del joven que se busca a sí mismo en la exploración de sus deseos, pero atribulado por la incomprensión de su padre. Y la del cura, cada vez más envuelto en una trama sórdida de culpas y abusos infantiles.
Aunque en el relato la línea que separa al bien del mal se percibe con claridad, el director se permite ser comprensivo incluso con quienes ocupan el rol de victimarios, aún cuando no los exima de sus faltas. Y a pesar de que los hechos que motorizan la película pueden parecerse mucho a lo más terrible de la realidad, nunca atormenta a sus personajes usando al cine como excusa. Al contrario, en Hombres de piel dura Campusano mejora al mundo.
Ópera prima de Lucio Castro, Fin de siglo ofrece un inesperado juego de superposición de planos temporales para contar una historia de amor que se multiplica de forma casi cuántica sobre un lapso de 20 años. Un mecanismo que descansa en el vínculo que entablan dos hombres, uno argentino, otro catalán, que se conocen durante un viaje que los hace coincidir en Barcelona. Tras una sesión de sexo y una charla amistosa en la que la onda refuerza la atracción, ambos se dan cuenta que no es la primera vez que se han visto.
Castro no se detiene a explicarle al espectador el modo en el que las líneas cronológicas del relato son manipuladas a medida que este avanza, de modo tal que la narración va siendo formulada en forma de permanente desafío. Como si se tratara de un laberinto de tiempo que cada uno debe aprender a resolver, del mismo modo en que deberán hacerlo (o no) los personajes, Fin de siglo no es tanto la historia de dos amantes en un tiempo y un espacio determinados, sino la historia de las posibilidades que ese romance tuvo o hubiera podido tener con solo alterar de forma mínima el movimiento de alguna de sus piezas. Algo así como el efecto mariposa aplicado a una historia de amor entre chicos con la que no es difícil empatizar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario